02/06/2025
La muerte de un hijo es, sin lugar a dudas, una de las experiencias más desgarradoras que puede atravesar un ser humano. No hay palabras que alcancen, no hay consuelos automáticos, no hay tiempos prefijados para que la vida vuela a ser habitable.
Es una herida que cambia para siempre la vida de quienes lo atraviesan.
Sin embargo, en medio del dolor más abrumador, a veces se asoman pequeñas luces. No de olvido, sino de transformación.
La reciente declaración de Luis Enrique, tras ganar la Champions League como director técnico del PSG, es una de esas luces que conmueven profundamente:
"Soy un afortunado. Mi hija vino a vivir 9 años maravillosos." …"A mi hija le gustaban mucho las fiestas, y estoy seguro que, donde está, sigue haciendo fiestas..."
Sus palabras no niegan la pérdida, no minimizan el sufrimiento. Pero eligen dónde poner el foco. Eligen honrar la vida en lugar de habitar únicamente la ausencia.
Honrar la vida es, en estos casos, una tarea amorosa, profunda, cotidiana. Cuando uno ama desde el corazón, el ser querido siempre está con uno. Lo que cambia es el modo de vincularse.
La vida, con su misterio, no nos protege de la pérdida. Pero sí nos invita a elegir cómo seguir. Como bien dijo Luis Enrique:
"A todos nos gustan las cosas felices y bonitas, pero la vida también se trata de poder superar las desgracias y las cosas que no nos gustan."
Y es ahí donde radica la verdadera fortaleza del ser humano: en no negar el dolor, pero tampoco dejar que nos consuma por completo. En permitirnos llorar, pero también recordar con una sonrisa. En sentir que, aunque la presencia física se haya ido, el amor permanece, inalterable.
El amor —cuando es auténtico— nunca se termina. Solo cambia de forma.
✍🏼 Lic. Marcela Vázquez