08/10/2025
SAN CARLOS
(Regalo para enviar al otro lado de la montaña)
De chica, muy chica —tres años, quizás— soñaba con viajar a Bariloche. Cada vez que me resistía a salir de la cama para ir al jardín, usaba ese argumento como pedido de prórroga del sueño:
> “¡Yo me quiero ir a Bariloche!”
Sueña lógico pensar que amanecer a las siete de la mañana, de noche, en un lugar frío y ventoso sin montañas ni nieve, puede ser algo inaceptable para una criatura.
Lo que no parece tan lógico es pensar que una pequeña rebelde quisiera despertarse en un lugar que todavía no conocía.
Hoy, cuarenta años después —y sabiendo que papá está al otro lado de la montaña celebrando sus 77— me animo a inventar una buena explicación. La voy a usar como marco para agradecer y justificar la amorosa conexión emocional que tengo con mi viejo.
Resulta que él, de chico, veraneaba en Bariloche y guarda, según cuenta, muchos recuerdos felices.
No los voy a aburrir contando lo que algunas disciplinas explican sobre cómo, a través de la información transgeneracional, una persona puede recordar cosas que no vivió.
En este caso, sería yo recordando algo que vivió mi papá antes de ser mi papá.
(Aclaro que, entre mi intensa sensibilidad y los recuerdos de nuestras charlas íntimas, me va a resultar difícil redactar con coherencia y cohesión este… ¿cómo llamarlo? Texto. Sepan disculpar.)
¿Todo esto para decir que me pone feliz que Correa esté celebrando su natalicio en su ciudad feliz?
No.
Todo esto para decir que siento y comprendo sus emociones como si hubiese heredado su sensibilidad.
Y también —por qué no— para recordar todos los buenos motivos que tengo para agradecer su vida.
Siempre corro el riesgo de ser reiterativa con mis palabras, pero a medida que pasan los años tengo la sensación de que la vara va quedando cada vez más alta.
Porque lo que hace mi padre con su tiempo en cada vuelta al sol se vuelve más gestual, más simbólico y más significativo.
Más allá de mis argumentos personales, mi escritura y mi percepción —como el público— mutan y se renuevan.
Siento cada vez más fuerte la necesidad de reconocerlo, de descubrirlo y mirarlo con ojos de hoy, dejando que me sorprenda o me conmueva el hombre que se vuelve más parecido al recuerdo de mi abuelo que al de mi papá.
El señor chiquito, de pelo blanco engominado, sigue saldando sus pocas cuentas pendientes mientras suma condecoraciones por haber dado todo lo mejor que supo y pudo.
De haber sido el Negro de carácter y expresiones duras, pasó a ser el hombre tierno que resplandece con el brillo de los anteojos y sonríe en las fotos.
Papá sigue acá, contando vueltas.
Y me pregunto si estoy al día o si todavía le debo disculpas, presencia o abrazos.
Cada vez que lo pienso, por las dudas, le escribo, le digo lo mucho que lo amo, le agradezco y lloro.
De algo sí estoy completamente segura: él a mí no me debe nada, y probablemente yo a él tampoco.
A tiempo pude revisar y revertir el pasado y el destino de nuestra relación.
A tiempo también pude elegir el qué, cómo, cuándo y dónde compartirnos, sin exigirnos ni demandarnos nada que el otro no quiera.
Las vueltas de la vida hicieron que todo eso que antes nos conflictuaba terminara siendo anécdotas… o puntos de acuerdo.
La distancia que hoy nos resta tiempo de abrazos también hace que cada llamada, cada reencuentro, cada mate o cada whisky compartido no sea “uno más”, sino único.
Los mates que me cebó en la cama el día que di mi primer taller de escritura en Tres Arroyos.
Los tres whiskys que nos tomamos la noche del 13 de marzo de 2020 mientras esperábamos que Karito llegara a la terminal.
La charla en el banco de la plaza de Tilcara, el día que mamá salió con las nietas a buscar un poncho.
Hoy cada momento con papá es un cuadro, una postal, una excusa perfecta para escribir sobre el amor filial.
Cuando recuerdo nuestras charlas íntimas y confesionales, y lo maravillosamente particular que es nuestro vínculo, me atrevo a pensar que quizás mis hermanos tengan razón y yo sea un poco la preferida —de él, o de los dos—.
No por mérito, sino por resonancia emocional y espiritual.
El surco marcado de su vejez me obliga a mirar, con los ojos de su experiencia, las semillas que voy tirando y la maleza que me queda por sacar.
(Inmediatamente después de escribir esta frase, me vino un deseo intenso de volver al campo con él. Vi, como en dos pantallas a la vez, los recuerdos de todo lo que él extraña hacer con su papá y todo lo que yo extraño hacer con él.)
Hoy papá cumple 77 años y no me alcanzan las palabras para agradecerle —por estar siendo él— y a la vida, por concederme el privilegio de seguir disfrutando lo que nos conecta:
charlas íntimas y profundas sobre Dios, la vida, la muerte, el arte, la historia, la música, la geografía, la biología, la química… y todo lo que un hombre tan sabio elige compartir.
No sé si este texto dice mucho, algo o nada.
Por las dudas, le agrego un brindis de whisky:
¡Salud, pa!
Por vos, por tu hermoso ser y estar,
y por todos los que tenemos el privilegio de tenerte en nuestras vidas.
Sos un padre, amigo, abuelo y compañero adorable.
Que sigas cumpliendo deseos
y que sigamos siendo testigos de tu felicidad.
MAC
07/10/2025