10/04/2023
Muchas veces cuando tenemos una emoción desagradable (miedo, tristeza, rabia…) lo que hacemos es evitarla, nos distraemos trabajando o estudiando, nos juzgamos, nos enojamos con nuestro dolor, tratamos de no sentirlo, incluso nos resignamos. Y probablemente hacemos esto porque fue lo que aprendimos a hacer con nuestras emociones en nuestra historia, pero ahora es una estrategia inútil.
Todo esto es resistencia, y lo hacemos de forma sutil o automática. Por ejemplo, con resignación nos echamos a morir: “Nunca logro hacerlo bien”, “¿Por qué me tiene que tocar a mi?”. A veces tratamos de luchar contra la situación que la genera “Esto no puede ser así”, “Lo voy a solucionar sea como sea”. Otras nos enjuiciamos al sentir lo que sentimos, “Soy muy llorona”, “Debo estar mal”, “Ya pasó mucho rato de que estoy así”, “No puedo seguir así” y hacemos esfuerzos para “estar mejor”, pero controlándolo lo que me pasa. Otras veces repasamos en nuestra mente los escenarios una y otra vez, tratando de encontrar soluciones mentales.
Al hacer eso mi amígdala (encargada de procesar las emociones) lee “esto que siento es peligroso” y se activa una nueva una amenaza emocional, un peligro al propio dolor natural de sentir. Eso es la angustia, el estar resistiéndome a sentir y volviendo a activarse la emoción, pero al mismo tiempo estar suprimiéndola para poder “funcionar”. Eso genera tensión muscular, mi cuerpo se prepara para la lucha, pero esa lucha es contra mi propia emoción.
En sesión aprendemos a sostener y habitar el dolor. Para poder “manejar” mis emociones, tengo que atreverme a sostener esa sensación desagradable y resistir la conexión con el malestar, tengo que querer involucrarme activamente con la sensación, para finalmente y de forma orgánica, descubrir que el dolor emocional pasa.