17/05/2025
La segunda esposa de mi padre apareció un día con un kilo de caramelos y dos perros caniches.
Mi hermana y yo la mirábamos aterrorizados, tanto nos habían hablado nuestros amigos de lo malas que resultaban las madrastras, que ni siquiera le dijimos gracias.
Ella lejos de ofenderse sonrió y nunca más dejó de hacerlo.
Era una mujer bella, mi padre nos la presentó y sin preámbulos nos dijo que sería nuestra nueva madre. Yo era muy chico como para entender lo incómoda que ella debió sentirse. El silencio fué nuestro recibimiento.
Se casaron por civil y casi de inmediato se mudó a nuestra casa.
La casa había estado sumida en la oscuridad propia del duelo, y nosotros ya nos habíamos habituado. Lo primero que hizo el día que llegó fué dejar entrar el sol. Y poner música.
Recuerdo la cara que puso mi hermana cuando escuchó la música y tuvo que cubrirse los ojos cuando el sol le dió de lleno en la cara. Incomprensión, fué lo que vi en ella.
Hizo una limpieza a fondo a todas las habitaciones, tan minuciosa y detallista, que un rey se hubiera sentido en casa. Llenó los estantes de libros, y cuando pasó frente al cuadro de mamá en la sala, yo pensé que lo quitaría, pero no lo hizo, se limitó a sacarle el polvo y centrarlo correctamente.
Ese día la acepté, y ese día cambió el rumbo de mi destino. Pero yo no podía saberlo.
La cocina era su fuerte, y se la pasaba siempre ocupada preparando platos extraños, llenando la mesa de delicias que ninguno de nosotros había probado. Así se ganó el corazón de mi padre, y mi hermana dejó su desconfianza y le habló.
Después de un año casi no recordábamos la terrible enfermedad de nuestra madre, aunque de ella sería imposible olvidarnos, su imágen seguía reinando en el salón.
Aunque le tomamos cariño nunca la llamamos mamá, pero ella tampoco lo exigió. Se ganó nuestra confianza y estuvo cada vez que necesitamos un consejo, y nos cubrió cuando nuestras travesuras nos ponían en evidencia frente a mi padre.