02/11/2025
La cuestión de la mujer en perspectiva marxista-leninista
A.Torrecilla
«En el capitalismo, la mitad femenina del género humano está doblemente oprimida. La obrera y la campesina son oprimidas por el capital y, además, incluso en las repúblicas burguesas más democráticas, no gozan de plenos derechos, pues la ley les niega la igualdad con el hombre. Esto, en primer lugar; y en segundo lugar — lo que es principal—, permanecen en “la esclavitud casera”, son “esclavas del hogar”, viven agobiadas por la labor más mezquina, más ingrata, más dura y más embrutecedora: la de la cocina y, en general, la de la economía doméstica familiar individual.» (Lenin, 8 de marzo de 1921)
El análisis materialista de la cuestión femenina ha sido sustituido hace mucho tiempo bajo el capitalismo por la hegemonía del feminismo burgués que plantea enfoques parciales, limitados a determinaciones concretas de un fenómeno amplio y complejo que, como tal, es irresoluble sin una respuesta científica del asunto que abarque la generalidad del fenómeno.
La interpretación individualista del mundo que impone el capitalismo — resumida en la pobre visión neodarwinista del «yo» enfrentado a un mundo competitivo, donde solo sobrevive el más apto acaparando la mayor cantidad posible de los limitados recursos—, ha resucitado una forma de gremialismo social que fragmenta los problemas de la sociedad, centrándolos alrededor de grupos cada vez más pequeños y de características más concretas, unidos por su ansia de acaparar recursos materiales o políticos. Igual que los gremios medievales, aislados unos de otros, cerrados sobre sí mismos, y enfrentados entre sí por conseguir privilegios del amo. Los nuevos
«gremios sociales» se apartan de la visión unitaria de la lucha de clases sustituyéndola por una «marea» de mil corrientes que, en la práctica, compiten entre ellas bajo la idea —consciente o inconscientemente— de que la solución a «su» problema concreto es más accesible o urgente que una solución general para la totalidad.
Uno de los sectores más contaminados por esta influencia capitalista —burguesa— es precisamente el de la lucha de la mujer por su equiparación en derechos, obligaciones y libertades con los hombres. Pero esta idea abstracta oculta una cuestión fundamental: la de que tampoco entre los hombres existe una igualdad general, pues la sociedad entera se encuentra dividida en dos grandes campos enfrentados e irreconciliables; el de la clase trabajadora, que produce la riqueza material y económica, y el de la burguesía, que se apropia de ella. Así pues, proclamar la igualdad entre hombres y mujeres, en abstracto, es una reivindicación limitada por las infranqueables fronteras de la lucha de clases. Mientras la mujer burguesa lucha por su «derecho» a compartir el poder y los privilegios del hombre burgués, a lo máximo que puede aspirar la mujer proletaria bajo esta premisa es a alcanzar la igualdad en el grado de explotación que sufre el hombre proletario en la dictadura burguesa.
Ahora bien, lo cierto es que ese grado de explotación es menor en el caso del hombre proletario que en el de la mujer, pues es evidente que mientras el hombre sufre la explotación laboral —ámbito productivo—, tradicionalmente se ve liberado en cambio del trabajo doméstico— ámbito reproductivo—, no remunerado, que recae históricamente sobre la mujer a través de la división sexual del trabajo, arrastrada a lo largo de los siglos y trasplantada en menor o mayor grado a todos los modos de producción hasta ahora conocidos.
Las implicaciones de esta desigualdad de partida para las mujeres proletarias son evidentes a la hora de integrarse en un ámbito laboral en el que deben competir, no solo entre ellas, sino también contra los hombres de su clase, sin desligarse a la vez de «sus» responsabilidades en el ámbito doméstico. Esta competición dentro del proletariado es algo propio y determinante del modo de producción capitalista. El capitalismo impone la disociación del ámbito doméstico y el ámbito productivo reforzando y ampliando una división sexual del trabajo que alcanza su máximo con el modelo ideal de familia burguesa, donde el «padre de familia» se dedica en exclusiva a obtener recursos económicos y el «ama de la casa» se consagra a la crianza y educación de los hijos, así como a la administración de la logística doméstica, siempre bajo la tutela del hombre.
Esta disociación aparente entre trabajo doméstico y asalariado —aparente, pues ambos son imprescindibles para la vida social— es la clave de bóveda de la liberación de la mujer trabajadora, pues no es posible superar ninguna de las dos facetas de su explotación sin abordar la raíz de la misma en la cuestión. Por un lado, la hipotética emancipación femenina total del trabajo doméstico, sin otros cambios en la estructura social —económica—, conlleva necesariamente la «subrogación» de ese trabajo hacia terceros —que a su vez tendrán que afrontar el problema de compaginar trabajo doméstico y asalariado— trasladando el problema sin resolverlo; mientras que, por otro lado, la hipotética liberación completa de la mujer respecto al trabajo asalariado, sin cambios sociales estructurales, es, evidentemente, una peor solución todavía, pues las relaciones económicas capitalistas, que mercantilizan todos y cada uno de los aspectos de la vida social, dentro y fuera del ámbito productivo, hacen que quienes no tienen acceso a un salario sean totalmente dependientes de quienes sí disponen de él. Por otra parte, la «solución» intermedia, planteada por la burguesía, de implantar un «salario» —una pensión, en realidad— para quienes se dediquen exclusivamente a las labores domésticas, no es más que una forma de incentivar económicamente esta división sexual del trabajo, atenuando pero no resolviendo la dependencia de quienes históricamente han asumido esas tareas.
Por tanto, es evidente que las relaciones sociales de la mujer trabajadora están determinadas por el «pecado original» de la división sexual del trabajo, que ha favorecido su discriminación en el ámbito laboral productivo —también— bajo el modo de producción capitalista. Sin embargo, el mismo capitalismo ha producido hace mucho tiempo medios económicos y sociales suficientes para superar esa anacrónica división sexual del trabajo, aunque la burguesía —hombres y mujeres— no tienen el mínimo interés por eliminarla, pues, desde su visión de clase, esa rémora favorece la competición laboral entre hombres y mujeres proletarios, facilita la reproducción social de la fuerza de trabajo, y anima el enfrentamiento en el seno de la clase trabajadora. Es, por tanto, una herramienta extremadamente útil y eficaz para facilitar su dictadura de clase.
Únicamente la revolución social dirigida por el proletariado está en condiciones de superar la división sexual del trabajo liberando las inmensas fuerzas productivas que lo hacen posible. Si esas fuerzas productivas no han rebasado todavía los estrechos márgenes heredados de siglos anteriores es únicamente porque la burguesía se esfuerza por combatir cualquier avance en esa dirección pues, como clase dominante, se sostiene sobre la miseria, la desigualdad y la competencia entre trabajadores.
En otras palabras, la liberación de la mujer es inseparable del derrocamiento de la dictadura burguesa y viceversa, pues solo el libre desarrollo de las fuerzas productivas y, en consecuencia, la superación definitiva de la división sexual del trabajo puede sentar las bases de una sociedad nueva en la que se dejen atrás las irracionales diferencias de clase heredadas hasta hoy, y celosamente protegidas por la burguesía. Cualquier otro «atajo» hacia una liberación o avance parcial de cualquier capa o sector social dentro del proletariado está condenado al fracaso o la tergiversación.
Tomado del periódico Octubre, órgano de expresión del Partido Comunista de España (marxista-leninista)