30/05/2025
A mi abuela...
Hoy se ha ido mi abuela.
Hoy se ha parado su respiración, como si el mundo hubiera decidido que ya era suficiente lucha, que ya era hora de descansar. Después de más de cuatro años de esa enfermedad que nos la fue robando pedacito a pedacito, como si alguien jugara con el recuerdo y con el alma, hoy simplemente dejó de respirar. Y aunque su cuerpo se rindió, su amor está más vivo que nunca.
Porque mi abuela no necesitaba dar besos para quererte. De hecho, creo que ni sabía darlos. Bastaba una mirada, un plato de patatas "machacadas" de las que a mi tanto me gustaban, un ven para acá y "toma, pero que no se enteren los demás nietos", con un billete arrugado escondido en su bata. Bastaba ese bizcocho que horneaba —ese que sabías que era para ti aunque lo comiéramos todos—Bastaba con que se comiera tu chocolate Gorriaga del bocadillo del recreo, solo para ponerte después un buen choped, del bueno, del que ella nunca se servía, y decirte con toda la ternura del mundo: “Cariño, el chocolate a diario no es bueno”. Bastaba su forma de estar: callada, discreta, pero inquebrantable. Siempre ahí. Siempre detrás de todo pero cautelosa.
Mi abuela era una mujer de silencios ruidosos, de gestos que lo decían todo. No necesitaba palabras grandes, porque su vida fue su mayor discurso: criar a siete hijos, mantener la casa en pie con poco más que voluntad y ternura, y seguir, incluso cuando la vida le rompió el alma al perder a uno de ellos. No sé cómo se sigue después de eso. Pero ella lo hizo. Quejándose un poco si...pero sin dejar de cuidar a los demás.
Y cómo quería a mi abuelo. Qué forma tan rara y tan suya de querer. Con refunfuños y comidas calientes. Con alguna que otra regañina y calcetines emparejados y zurcidos. Lo cuidó hasta que pudo, a su manera, que era la única que conocía: la del amor sin adornos, sin poemas, pero con una lealtad que no cabe en ningún verso. Cuando él murió, estoy segura que aunque no se dio cuenta (el alzheimer no le dejo tomar consciencia de este proceso) una parte de ella se fue también. Y hoy, por fin, se han reencontrado. Quiero pensar que ya están juntos, en alguna cocina del cielo, él tomando una copa de vino y picoteando algo de comida y ella echando alguna regañina por salir tan temprano al campo.
Abuela, te has ido como viviste: luchando en silencio. Te nos escurriste entre los dedos sin hacer ruido, con esa enfermedad que te borraba los nombres. Aunque no recordaras quiénes éramos, tus ojos seguían vivos. Aunque las palabras no te salieran, tu corazón seguía hablando.
Me queda el consuelo de haber sido tu nieta, de haberte tenido. De haber crecido oliendo a tu jabón, a tus comidas, a tu amor desbordado. Me queda el orgullo de ser parte de tu historia. Porque tú eras de esas mujeres que hacen que el mundo no se caiga, que se sostenga a fuerza de fe y de sacrificio.
Gracias, abuela, por todo lo que fuiste, por todo lo que dejaste en cada uno de nosotros. Por enseñarnos que el amor se cocina a fuego lento, se esconde en los bolsillos, se guarda en el cajon de los dulces, se disfraza de regañina, y se da sin esperar nada.
Descansa, por fin. Te has ganado el descanso con cada arruga de tus manos, con cada lágrima que no lloraste, con cada plato que serviste antes de sentarte tú.
Y aquí me quedo yo, con tu recuerdo metido en el alma, con el corazón lleno y los ojos rotos. Te quiero, abuela. Te quise siempre. Te querré siempre. Aunque nunca me dieras un beso y tuviera que acercarme y "agacharme" yo para dartelo. Aunque ya no estés.
Este texto es mío, pero también tuyo. Y de todos los que hayan amado a una abuela. Porque tú, abuela, eras muchas cosas. Pero, sobre todo, eras amor.
Del bueno. Del de verdad. Del que no muere nunca.