13/10/2025
Durante los últimos años hemos visto un auge de acciones agresivas en espacios culturales, pintura arrojada sobre cuadros, irrupciones en museos o sabotajes estéticos, que se agrupan bajo el concepto de art vandalism. Pero no todo es activismo auténtico. Detrás de muchos de estos gestos hay estructuras que infiltran la rabia social y la convierten en herramienta política. Así surge el “insurgente funcional”: quien cree defender una causa noble mientras es manipulado por intereses que buscan desestabilizar.
Atacar el arte o el patrimonio no es casual: es golpear la identidad colectiva. Cuando una obra histórica se cubre de pintura roja, el mensaje va más allá del ecologismo o el anticolonialismo: es un acto de guerra narrativa. Se busca reescribir símbolos comunes, generar polarización, saturar las redes de contenido y provocar enfrentamientos ideológicos que desgasten emocionalmente a la sociedad.
El verdadero riesgo no está en la acción puntual, sino en la manipulación emocional colectiva. Una ciudadanía expuesta constantemente al caos y la indignación pierde capacidad crítica y se vuelve más fácil de dirigir. El arte, los medios y las redes se convierten entonces en armas de guerra psicológica. Por eso, ante cada gesto “rebelde”, la pregunta no debería ser qué causa defienden, sino a quién beneficia ese caos.