16/11/2025
🫂🙏💚
“Cuando me llamó por mi nombre, lloré. Mi propio hijo no me reconocía desde hacía dos años.”
Eso fue lo que me quebró. No sus olvidos. No su mirada perdida. Sino que, por un segundo, volvió a verme.
Y me dijo: “Hola, papá.”
Me llamo Ibrahim. Tengo 66 años.
Y durante más de una década, cuidé a mi hijo como si fuera un niño otra vez.
Tenía 23 años cuando un accidente de moto le quitó todo: la memoria, el habla clara, la capacidad de sostener una cuchara.
Era mi hijo mayor.
El que tocaba el darbuka como los dioses, el que me hablaba de abrir un restaurante familiar, el que decía que cuando yo fuera viejo me iba a llevar al mar cada fin de semana.
El accidente pasó un jueves.
Un conductor ebrio.
Una curva.
Un golpe seco.
Y mi vida se dividió en dos.
Pasamos de planear su boda a enseñarle a caminar.
De hablar de viajes a repetir los colores.
Los primeros años fueron crueles.
No entendía por qué gritaba.
Por qué me miraba como si fuera un extraño.
Por qué rechazaba mi mano.
Pero yo no me rendí.
Vendí mi negocio.
Adapté la casa.
Aprendí a hacer ejercicios de rehabilitación por YouTube.
Lo bañé. Lo vestí. Le leí en voz alta cada noche, aunque él no entendiera nada.
Mi esposa no aguantó.
Se fue con su hermana a otra ciudad, incapaz de mirar el dolor.
Yo me quedé. No por ser fuerte… sino porque no sabía cómo abandonarlo.
Una noche, mientras le limpiaba las manos, él me miró con una claridad que ya no esperaba.
—Gracias, papá.
Casi me desmayé.
Fueron sus primeras palabras con sentido en años.
Lloré como un niño.
Me abrazó.
Y supe que ese momento valía todas las renuncias.
Hoy, mi hijo tiene 36.
Camina despacio, pero camina.
No toca la darbuka, pero sonríe cuando la escucha.
Yo no sé cuánto tiempo más estaré en este mundo.
Pero me basta con saber que él me reconoció al menos una vez.
Que supo que estuve.
Y que, a pesar del dolor, lo volvería a elegir.