27/09/2025                                                                            
                                    
                                                                            
                                            Ser cirujana es refrendar un compromiso que no caduca, repetido hasta el cansancio, como esas rutinas que se hacen no para ser aplaudidas, sino para no olvidarse de lo esencial: aquí no hay espectáculo, hay responsabilidad. Y en esa reiteración diaria descubro la plenitud, porque la cirugía no solo me ha dado un oficio: me ha dado una forma de estar en el mundo, de ser fiel a una idea sencilla y enorme a la vez, que el cuerpo merece cuidado y la confianza merece respuesta.
Podría seguir con agradecer lo obvio: la confianza de mis pacientes, la complicidad de mi equipo, la disciplina de una profesión que no admite improvisaciones. Pero también agradecer lo menos visible: esa calma extraña que antecede a cada procedimiento, la certeza de que en mis manos está el privilegio y la responsabilidad de la vida que, sin ser mía, no es ajena.
Pero va más allá: la gratitud es profunda, sí, pero no se queda en palabra; se vuelve acto, se vuelve hábito. Y así, entre quirófanos y rutinas, descubro que la plenitud no llega de golpe, sino en cada vida tocada, en cada historia que encuentra un nuevo comienzo bajo la luz intensa de una lámpara quirúrgica.
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