13/10/2025
Cuando la naturaleza se desborda, también lo hace el dolor humano.
En los últimos días, muchas regiones han sido golpeadas por lluvias torrenciales, desbordamientos de ríos y el colapso de infraestructuras. Las imágenes en las noticias muestran calles convertidas en ríos, casas inundadas y comunidades enteras en emergencia. Pero hay una dimensión que no siempre se ve: el impacto emocional silencioso en las personas que forman parte de nuestras organizaciones.
¿Cuántos de nuestros colaboradores están hoy atravesando el lodo —literal y simbólicamente— para llegar a sus puestos de trabajo?
¿Cuántos duermen en casas a medio destruir, preocupados por si el techo aguantará otra tormenta?
¿Cuántos han perdido no solo pertenencias, sino la sensación de seguridad que da saber que tu hogar es un refugio?
Detrás de cada empleado, hay una historia familiar. Y muchas de esas familias están viviendo, en este preciso momento, un proceso de duelo complejo: por la pérdida de estabilidad, por la incertidumbre del mañana, por la angustia de no saber cuándo volverá la normalidad. Este duelo no siempre se nombra, pero se siente. Se manifiesta en distracción, en ausencias, en silencios incómodos, en una productividad que baja no por falta de compromiso, sino por sobrecarga emocional.
Y sí: el estrés postraumático no espera a que pase la crisis para instalarse. Puede comenzar con insomnio, con pensamientos recurrentes, con miedo a la lluvia, con hipervigilancia. Y si no se acompaña con empatía y recursos, puede convertirse en una herida invisible que afecta no solo la salud mental, sino la cohesión del equipo y la cultura organizacional.
Como líderes, gestores, colegas o profesionales comprometidos, tenemos una responsabilidad ética y humana: reconocer que no todos están bien, aunque digan “estoy bien”.
Esto no se trata de bajar estándares, sino de redefinirlos con humanidad.
No se trata de excusar, sino de acompañar.
No se trata de ignorar la operación, sino de proteger a las personas que la sostienen.
Algunas acciones que pueden marcar la diferencia:
Flexibilidad real: permitir horarios adaptados, trabajo remoto temporal o días de descanso sin penalización.
Escucha activa: crear espacios seguros donde las personas puedan expresar lo que viven sin temor a ser juzgadas o vistas como “menos comprometidas”.
Acceso a apoyo psicológico: activar beneficios de bienestar emocional, líneas de ayuda o alianzas con profesionales de la salud mental.
Comunicación compasiva: mensajes institucionales que validen el sufrimiento, no solo informen sobre logística.
La resiliencia no nace del esfuerzo individual, sino del tejido colectivo que sostiene a cada persona en su momento más vulnerable.
Hoy, más que nunca, liderar con humanidad no es un “plus”. Es una necesidad.
Si estás leyendo esto y estás pasando por una situación así: no estás solo/a. Tu dolor es válido. Tu cansancio es legítimo. Y mereces apoyo, no solo productividad.
Y si estás en una posición de influencia: usa tu voz para construir entornos donde la gente no tenga que elegir entre su trabajo y su bienestar.
Porque al final del día, las organizaciones no se sostienen con procesos, sino con personas.
Y las personas, cuando están rotas, necesitan manos que las sostengan —no más presión.