
31/08/2025
Cuando su Adiós se convirtió en un respiro de Libertad…
Tenía cincuenta años cuando descubrí que mi marido —sí, Marco, el mismo que montaba una escena si la pasta no estaba al dente— había decidido marcharse con su psicóloga, con la que “estaba reencontrándose a sí mismo”.
Una mujer siempre sonriente, con tacones imposibles y voz de presentadora de reality. Incluso hablaba con el repartidor como si estuviera en directo.
— Necesito vivir para mí, —dijo con solemnidad, como si abdicara de un trono—. Quiero descubrir quién soy.
¿Quién eres, Marco? ¿El que pierde las llaves tres veces al mes en el mismo bolsillo? ¿El que me pregunta cada semana el PIN de su propia tarjeta?
Me quedé en silencio. No por sorpresa, sino por esa calma que llega después del cansancio. A lo largo de los años escuché tantas veces:
“lo olvidé”,
“cambié de idea”,
“no lo entendí bien”…
que sus palabras ya eran solo ruido de fondo.
Y mientras él hablaba, yo recordaba.
Cómo lavaba a mano su jersey favorito aunque apenas podía con mi cuerpo.
Cómo soportaba cenas eternas con sus amigos hablando de inversiones y deportes que ni me interesaban.
Cómo tragaba sus silencios, sus encierros y sus constantes “necesito pensar”.
Y ahora se va a “reiniciarse” con una chica que cree que Picasso es una marca de zapatillas.
— No tiene nada que ver contigo, —dijo, sin mirarme a los ojos.
Claro. Es solo que ya no soy “novedad”. Ahora lo que se lleva es lo “orgánico”, lo “positivo” y sin compromisos.
— ¿Y tú? ¿Qué harás ahora? —preguntó, como si yo fuera la que se quedaba sin rumbo.
— Haré lo que tú nunca supiste: vivir, —le dije mientras me abrochaba la bata como si fuera una armadura.
Y se fue.
Con su mochila de explorador y su chaqueta arrugada, que olía más a rutina que a libertad.
Y yo me quedé.
Sola. Pero no vacía.
Saqué esa botella de vino que guardábamos “para una ocasión especial”.
La abrí. Me la bebí.
Porque salir de la vida con Marco ya era suficiente motivo para brindar.
Al día siguiente fui:
a la peluquería,
al banco,
a la panadería donde siempre quise probar la tarta de cereza, pero “no era el momento”.
Y por la noche, me creé un perfil en una app de citas.
No para buscar a alguien.
Solo para ver si alguien más veía a la mujer que durante años fue fondo de una relación marchita.
Esa noche me dormí con un libro en las manos y mi gato a los pies. Sin peinado. Sin plan.
Pero con el corazón ligero.
Porque a veces no se trata de empezar con otro.
Sino, por fin, de empezar contigo misma.
¿Y saben qué más entendí?
Una mujer debe ser su mejor aliada.
Me amo no porque sea perfecta, sino porque al fin me permití vivir sin miedo.
Mujeres, ámense. Valórense cada día. Porque no merecen migajas, merecen el pastel entero.
Desconozco autoría