10/05/2025
Mi vecino cortaba mi pasto sin permiso (vio que yo estaba deprimida pos parto y no podía hacerlo)
La primera vez que lo vi, estaba junto a la ventana de la sala con Sofía dormida contra mi pecho. Había estado llorando otra vez —no sabía ni por qué esta vez— cuando escuché el ruido de una cortadora de césped.
Me asomé y ahí estaba él. Mi vecino de al lado, empujando su cortadora naranja brillante por *mi* jardín delantero.
Sentí que algo se rompía dentro de mí. No de gratitud, sino de humillación pura. El pasto llevaba semanas sin cortarse, las malas hierbas habían conquistado los bordes del camino, y ahora todo el vecindario podía ver lo patética que era. Ni siquiera podía mantener mi jardín decente.
Dejé a Sofía en su moisés y salí descalza, todavía en pijama aunque eran las dos de la tarde.
"¡Oiga!" grité por encima del ruido del motor.
Él se detuvo y apagó la máquina. Era un hombre mayor, quizás sesenta y tantos, con una gorra de los Yankees y lentes de sol.
"¿Sí?"
"¿Qué está haciendo?"
Me miró como si la pregunta fuera ridícula. "Cortando el pasto."
"Es *mi* pasto."
"Lo sé." Se quitó los lentes y vi sus ojos, amables pero directos. "Por eso lo estoy cortando."
Sentí las lágrimas otra vez, calientes y furiosas. "No le pedí que lo hiciera."
"No hacía falta."
"No necesito su lástima."
Algo cambió en su expresión. Guardó los lentes en el bolsillo de su camisa y dio un paso hacia mí.
"Mi esposa murió hace dos años," dijo simplemente. "Cáncer. Los primeros meses, no podía ni levantarme de la cama algunos días. El jardín se convirtió en una jungla. Y un día, mi otro vecino —un muchacho que apenas conocía— vino y lo cortó. Sin decir nada. Simplemente lo hizo."
Me quedé callada.
"Yo también me enojé," continuó. "Le grité igual que usted. Pero él me dijo algo que nunca olvidé: 'No es lástima. Es que todos necesitamos ayuda a veces, y está bien.'"
Me crucé de brazos, sintiendo el peso de la leche en mis pechos, el agotamiento en cada músculo.
"Tengo un bebé de seis semanas que no duerme más de dos horas seguidas," dije, y mi voz se quebró. "No puedo ducharme sin que llore. No recuerdo cuándo fue la última vez que comí algo que no fuera directo del refrigerador. Y ahora tampoco puedo mantener mi jardín."
"No tiene que poder hacer todo," dijo él suavemente. "Nadie puede."
Sofía empezó a llorar adentro. Por supuesto.
"Tengo que..." señalé hacia la casa.
"Vaya. Yo termino aquí. Son otros quince minutos."
Dudé, todavía aferrada a mi orgullo como si fuera lo único que me quedaba.
"¿Por qué?" pregunté finalmente.
Él volvió a ponerse los lentes de sol y sonrió un poco. "Porque su esposo se fue a trabajar a las seis de la mañana y no volvió hasta las ocho de la noche los últimos tres días. Porque usted no ha salido de la casa en más de una semana. Y porque el pasto necesitaba cortarse." Se encogió de hombros. "Y porque puedo hacerlo."
El llanto de Sofía se intensificó.
"Gracias," susurré.
"No hay de qué, vecina."
Volví adentro, levanté a mi hija y la mecí mientras miraba por la ventana cómo él terminaba de cortar el pasto, después bordeaba con cuidado alrededor de las flores que había plantado en primavera y que milagrosamente seguían vivas.
Cuando terminó, no tocó a mi puerta ni esperó reconocimiento. Simplemente empujó su cortadora de regreso a su jardín y desapareció dentro de su casa.
Dos semanas después, encontré una canasta en mi porche. Dentro había un guiso de pollo en un recipiente desechable y una nota: "Para el congelador. Para los días malos. —Carlos, de al lado."
Esa noche, cuando Diego llegó a casa y vio el pasto cortado perfectamente, preguntó: "¿Contrataste a alguien?"
"No," dije, dándole a Sofía. "Tenemos un buen vecino."
Y por primera vez en semanas, no me sentí tan sola.