20/06/2022
Uno de los síntomas menos entendidos de la dependencia emocional es la falta de barreras emocionales con nuestros vínculos más íntimos.
Como literales esponjas, aquellos que nos relacionamos desde la dependencia emocional, nos caracterizamos por una aguda capacidad de sentir las emociones de los otros como si fueran nuestras.
Muchas veces este síntoma se confunde con empatía, y creemos que nuestra falta de límites, nuestra incapacidad de decir “no”, especialmente a alguien con quien mantenemos un vínculo no sano, se debe a que somos demasiado empáticos.
Esta etiqueta es debatible, ya que la empatía, que es la capacidad de ponernos en el lugar del otro, pudiendo así comprender su marco de referencia cognitivo y emocional, no implica el auto-traicionarnos ni perdernos en el estado emocional ajeno.
Lo que es más probable, es que esa hipersensibilidad emocional se deba a un sistema nervioso desregulado producto de experiencias adversas, especialmente en la infancia, cuando aprendimos que nuestra supervivencia dependía de que tuviéramos el foco fijo en el afuera, para evitar ser lastimados.
En algún momento, nuestro fuerte sistema de protección interno nos convenció que si estábamos un paso adelante de aquello que percibíamos como peligroso, un grito, un conflicto, una dura crítica, un potencial abandono o un doloroso rechazo, estaríamos a salvo.
Por eso hoy, ante un estado emocional que nos recuerda a aquello que nos hizo sentir amenazados, las alarmas internas se disparan y no podemos más que sobre-focalizarnos en el otro y absorber la valiosa información emocional que, en algún momento, nos ahorró, quizá, una pizca de dolor.
Hundidos bajo el peso de éstas emociones y con el sistema cerebral límbico en modo supervivencia no podemos hacer otra cosa que eso, sobrevivir.
Es entonces, que nuestra región pre-frontal, aquella destinada a analizar y encontrar soluciones, se paraliza ante la urgente tarea de mantenernos a salvo, afectando nuestra capacidad de tomar decisiones beneficiosas y ver oportunidades más allá de lo inmediato.
Como niños asustados, obramos desde la reacción profundamente humana de evasión a la amenaza física o emocional (la no pertenencia y el abandono duelen tanto o más que los golpes).
Allí es cuando, sin quererlo, nos sobre-adaptamos, excusamos, damos interminables oportunidades a quien no las merece, nos mutilamos, nos abandonamos, nos traicionamos una y mil veces con tal de deshacernos del miedo y la posibilidad de experimentar nuevamente el insoportable dolor.
Regresionamos a un estado de indefensión y falta de recursos que refleja la edad en la que nuestro sistema nervioso quedó afectado, cuerpos de adultos con reacciones de niños, incapaces de reconocer nuestro poder para modificar, ciegos a las inmensas capacidades del adulto que somos hoy.
¿Qué hago para solucionar esto? Se preguntarán.
Como todo en este camino, no hay respuestas simples, fáciles o rápidas.
Un sistema nervioso hipervigilante y las cicatrices emocionales del pasado no desaparecen de la noche a la mañana.
Nuestro trabajo, en principio, es traer consciencia compasiva a nuestra forma de relacionarnos, a nuestras reacciones, a la forma en la que el inteligente animal que es nuestro cuerpo responde a ciertas situaciones o personas.
Luego, es cuestión de escucharnos, de sentir y darle espacio a lo que emocionalmente surge, de procesarlo, de de brindarnos calma y seguridad mediante técnicas de gestión emocional y trabajo somático como la respiración consciente, el tacto calmante y compasivo, el mindfulness, entre otras.
Con el tiempo, lograremos reemplazar la reacción automática, poniendo una pausa entre estímulo y respuesta pudiendo así, diferenciarnos del estado emocional del otro, respondiendo a nuestras propias necesidades y convirtiéndonos en nuestro propio refugio seguro y conectado desde el amor y no ya desde el miedo al dolor.
Autor: Jo Garner