13/10/2024
Memoria fragmentada.
Porque la memoria sana.
Tenía doce años, y mi padre había traído a casa su nuevo camión BMC.
Era un camión grande para transporte de ganado, y como había ocurrido con los anteriores le había hecho ya la caja de madera que iba adosada a su chasis. En aquellos años los vehículos requerían un ablande. El mismo consistía en hacerle al camión una cantidad de kilómetros para considerarse así, listo su motor en condiciones de trabajar.
En esa época no calibraba yo la magnitud que eso tenía para mi padre, lo que sí me entusiasmaba y mucho, era que el ablande del camión traía consigo la posibilidad de un viaje largo en familia.
Varios días nos llevó armar el bolso, no había valijas. Ropa, calzado, abrigo. Se cocinaba mucho para los primeros dos días. En un cajón de huevos con tapa, al que papá le había agregado dos piolas a cada costado, como agarraderas, se guardaban los comestibles. Arroz, azúcar, café, té, yerba, harina, y todos los alimentos secos para cocinar en el viaje. Para el armado de las camas llevábamos un montón de colchones, muchos de ellos arrollados al fondo de la caja de madera del enorme camión. Luego a cada lado de la caja iban dos bancos largos donde íbamos sentadas y recuerdo algún colchón puesto en el piso para los niños. Al medio y antes de cerrar la baranda iba el jaulón con gallinas. Las pobres no iban precisamente de paseo. Sus crestas rojas caídas mostraban resignación.
Íbamos, mis padres, dos hermanas de mi madre, sus esposos, y sus hijos, mis primos. Iban también dos amigas de mi hermana mayor, señoritas veinteañeras, afiliadas al club del clan. Y nosotras cuatro.
Mi madre y sus hermanas se ponían un pañuelo en la cabeza para que el viento no las despeinara, se pintaban los labios con el mismo labial y sobre sus faldas la carterita, como si el viaje, fuera a terminar a pocas cuadras. Llegando a San José, se veían tan resignadas y vapuleadas como las tristes gallinas.
Los tres hombres en la cabina del camión.
En esta oportunidad sería el viaje, a las termas del Arapey, distante de casa, a unos 569 kilómetros. Rutas nacionales, ciclistas, y mochileros. Era una tremenda aventura. Corrían los años 70 y yo estrenaba Cédula de Identidad. Recuerdo que esperaba ansiosa cada parada de la policía para mostrar mi cédula. Nunca ocurrió.
Pasamos por Trinidad, bajamos e hicimos la visita clásica, plaza e Iglesia. Foto en la fuente y vuelta a subir al camión. Igual en Paysandú. Alguna compra y buscar un sitio donde acampar, fue lo siguiente. El lugar adecuado era pasando un puente y con acceso al arroyo o rio. Buena arboleda y limpio de malezas altas.
Y para que puedan ir al baño con cierta privacidad, decía señalando el monte de eucaliptus. ¿Qué más quieren? Se reía satisfecho papá.
Ahí era donde nos podían confundir con gitanos. Se bajaban los bancos. Un largo tablón que no había visto y los caballetes se convertían rápido en una mesa para quince. El jaulón quedaba arriba. Aparecía una garrafa, una olla con grasa de cerdo y en un minuto estaban listas las tortas fritas. Se aflojaba un poco la lona que cubría el camión y quedaba armada una especie de carpa donde en la noche dormirían los hombres.
Se armaba un círculo de piedras y un fueguito al medio. A ver, a ver, ¿y dónde están las guitarras?, ahora toca a ustedes pagar el viaje.
Mis hermanas sabían que hasta que no cantaran “Zamba de mi esperanza”, y “Garzas viajeras” papá no las iba a dejar en paz.
Al segundo día de viaje y luego recorrer una ruta terrosa, roja, de apenas 20 kilómetros, que parecían 50, llegábamos a las famosas Termas.
En el camino nos detuvimos a la orilla porque papá quería que viéramos lo que era una amatista y las ágatas aflorando al ras de la tierra. Era como una mina a cielo abierto. Vimos también correr los ñandúes por los campos planos. Los vientos, el cielo, todo era maravilla, todo era nuevo.
La entrada en arcos, piedras adheridas a los muros formando un diseño exótico y moderno, arquitectura fuera de lo común. Jardines por donde miraras, y las piscinas. Con un gigantesco tobogán, y un doble trampolín. Fuentes en tres niveles donde el agua caía de una a la siguiente en semicírculos contenidos por bordes desiguales que dejaban pasar el agua al nivel siguiente.
Las luces, el parque, los senderos. Y yo deslumbrada.
Mamá y mis tías detenidas con sus bocas pintadas, y en sus rostros, el asombro por lo nuevo.
Hoy encontré un bollón antiguo con piedras, me sorprendieron sus colores y formas. Traté de identificar de dónde habían salido, y ahí me vino el recuerdo en oleadas trayendo colores, aromas, sensaciones y sonidos.
Era la colección de piedras de mamá. De cada lugar visitado ella traía una piedra.
De la gruta de Lourdes, del Cerro de la Virgen del Verdún, de las Termas del Arapey….
Fue abrir una ventana al pasado dorado de mi niñez y adolescencia.
Los viajes en el camión. Un papá fuerte y joven, brazos gruesos, curtido su rostro de soles y más soles. Una mamá alegre y risueña, compañera. Las hermanas, las alianzas, las complicidades, los sueños.
Hoy tienen las piedras un nuevo lugar. Están formando parte de un pequeño altar. Mi rincón de meditación.
En ese lugar integro la que fui y la que soy, porque aquella que era, habita en mí.