21/02/2025
La olvidada.
Un día, sin darse cuenta, dejó de ser ella. No fue de golpe, ni con grandes escenas; fue en pequeños detalles, en silencios acumulados, en decisiones que otros tomaban por ella. Se convirtió en alguien que existía para los demás, pero que nadie veía realmente.
Al principio, pensó que era normal, que el sacrificio era parte de la vida en pareja. Se decía a sí misma que amar significaba ceder, que con el tiempo todo mejoraría, que la comprensión y la gratitud llegarían. Pero los días pasaron, luego los años, y con ellos se fue apagando.
Cada renuncia que hizo fue un ladrillo más en el muro que la separaba de sí misma. Primero, dejó de hablar de sus sueños porque no parecían importantes. Luego, dejó de tomar decisiones porque siempre había alguien que lo hacía por ella. Después, dejó de mirarse en el espejo con la certeza de que aún era valiosa. Y así, poco a poco, desapareció.
Sus palabras fueron perdiendo peso en su propio hogar. Lo que opinaba, lo que sentía, lo que necesitaba quedó relegado a un segundo plano. Se convirtió en el pilar invisible que sostenía a los demás, en el respaldo silencioso que estaba ahí para todos, pero que nadie se detenía a mirar.
Y entonces, un día, la verdad la golpeó como un relámpago en medio de la noche: **había dejado de existir para sí misma**.
Se miró con honestidad y vio a una mujer cansada, agotada de dar sin recibir, de sostener sin ser sostenida. Le dolió darse cuenta de que no habían construido juntos la familia que soñaba; más bien, ella había puesto los cimientos mientras los demás caminaban sobre ellos sin mirar atrás.
Sintió rabia. No contra los demás, sino contra sí misma por haber permitido que su voz se apagara. Pero también sintió tristeza, porque en el fondo solo quería ser amada de la misma manera en que ella había amado: con entrega, con sacrificio, con esa capacidad infinita de darlo todo sin pedir nada a cambio.
Y entonces entendió algo fundamental: **Dios nunca la diseñó para ser olvidada**.
Ella no fue creada para vivir en la sombra de alguien más. Su vida tenía propósito, su existencia tenía valor. Y aunque habían pasado años en ese segundo plano, aún podía tomar una decisión: **volver a encontrarse, reclamar su lugar, y recordar que su dignidad no dependía de que otros la vieran, sino de que Dios siempre la había mirado con amor**.
Porque el verdadero amor no anula, no silencia, no relega a la persona al olvido. El verdadero amor edifica, honra y da espacio para crecer. Y ahora, después de tanto tiempo, ella sabía que era momento de elegir: quedarse en la sombra o caminar hacia la luz de quien siempre debió ser.
Y esta vez, ya no tenía miedo de elegir.
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