20/12/2023
SOBRE ARPAS DE TROLL Y OTROS RECUERDOS NAVIDEÑOS
Amigos, ¡cómo está el patio! Entre el monumental desbarajuste del momento y que a mí la Navidad me pone melancólico, sólo se me ocurre invitaros a todos a llorar: tiene la ventaja de que, salvo por los clínex, es gratis. Imagino que algún avispado ya estará pensando en ponerle una tasa al llanto. Entretanto, con los ahorros del nigrum veneris quiero comprarme polvorones de varios sabores. Los pondré encima de la mesa del comedor y, cada vez que los mire, sabré que es Navidad. Si sobra algún dinero, compraré también figuritas de mazapán y una de esas serpientes, asimismo de mazapán, que tienen los ojos de cristal. De niño, me gustaban, sobre todo los ojos. El mazapán, no tanto. Pero son cosas que dan ambiente. Si añades una botella de anís y unos alfajores, consolidas dicho ambiente. Sólo hay que esperar a que algún buen amigo quiera consumirlos. En vano. Los amigos quieren jamón, champán, cosas así. Los polvorones tendrán que aguardar, una vez más, hasta el próximo año.
Cuando era niño, en la Nochebuena, iban los campanilleros por las casas. Tocaban panderetas, zambombas, palillos, una botella de anís La Castellana, incluso una guitarra, pero nunca pude ver una campana o campanilla. Pasé años intrigado al respecto. Los campanilleros de entonces aprovechaban la Navidad para obtener algún dinero extra. Pero también tenían afición, se notaba enseguida por lo serios que se ponían todos cuando actuaban. Cantar, no se puede decir que cantasen, pero aportaban una nota de color. Hacían sonidos extraordinarios, como por ejemplo el de golpear la boca de un cántaro con un abanador: un tono grave, vibrante, que parecía surgir del fondo de un pozo. Me encantaba oírlo. A mi padre no le hacía mucha ilusión que viniesen los campanilleros. Todo eso de levantarnos de la mesa, ir a la puerta a recibirlos, aguantar la monserga y encima soltarles la guita, se ve que no le agradaba. Él hubiera preferido que lo dejasen en paz. Es comprensible, porque era un adulto y estaba cansado. A mí, por el contrario, me gustaba. Y cada año buscaba las campanas sin encontrarlas.
Terminada la charanga, trasegados el anís y el coñac de rigor y cobrado el aguinaldo, se iban los artistas con la música a otra parte. Su alegre barullo aún se oía después de que la oscuridad se los hubiese tragado por completo.
Ved lo que nos ocurre a los viejos: el presente nos tiene sorprendidos, de manera que recurrimos al pasado, tan lleno de historias, de batallitas, de ficciones, de anécdotas. Aún así, el presente nos reclama, quieras que no, y no nos queda otra que aferrarnos a él. Aunque sea difícil; aunque los recuerdos resulten más cómodos; aunque nos sintamos tentados de fantasear con nuevos proyectos o aventuras. Mientras más se alarga el pasado y más se encoge el futuro, más necesario se nos vuelve el presente. Y más difícil, porque en el presente no hay tiempo: sólo el mero estar vivo aquí y ahora. Una sola experiencia con el presente te deja marcado para siempre. Por eso lo sigues intentando una y otra y otra vez. Por aquella vez. Porque te dio esperanza, porque te dio fe.
Aun así, los recuerdos no dejan de venir. Poníamos el belén y disfrutábamos mucho con ello. Pero de pronto (televisión mediante), la gente comenzó a poner también árboles de Navidad. A mis catorce años, aquello me cogió en plena fase creativa. Y tuve una gran idea. Me procuré una rama de pino seca, de buen tamaño, la puse en una gran maceta y la decoré. Tal decoración la describo en un momento: tensé varios trozos de sedal de pesca, grueso, entre el tronco principal y una ramificación (según recuerdo, la única), de manera que aquello parecía un arpa troll (caso de que los trolls tocasen el arpa). De los puntos en que el sedal tocaba la rama, colgué bolas de Navidad plateadas. Árbol terminado.
En ese momento oí acercarse a mi madre y temí seriamente por la duración de mi obra: tres… dos… uno…
-¿Qué es eso?
-Un árbol de Navidad- respondí expectante.
-¡Ah! – y siguió a lo suyo.
O aquella no era mi madre o las musas me estaban protegiendo. Súbitamente comprendí todo el significado de la frase: “La sagrada libertad del arte”.
Mi padre vino más tarde y me dijo:
-Vaya, has hecho un árbol de Navidad.
-Pues sí, papá. Mira…- y procedí a explicarle con pelos y señales todo el proceso creativo de aquella obra extraordinaria. Mi padre miraba el reloj de vez en cuando, pero aguantó estoicamente el rollo.
La no destrucción inmediata de mi arpa de troll, supuso una gran enseñanza para mí: mis padres respetaban el arte. Incluso en las ocasiones en las que no lo entendían. Incluso aunque se manifestase a través de un sujeto como yo. Bien es verdad que el arte era lo único que no entendían de mí, pues, por lo demás, un chico de 14 años es muy fácil de entender (sobre todo si previamente se ha sido otro chico de 14 años). Todo lo que mis padres comprendían de mí, lo combatían con denuedo. El arte, no. Y aquello me dio una inusitada libertad en ese terreno, que contrastaba con el resto de mi situación familiar.
Mis recuerdos de Navidad, de aquellos primeros años en los que esas fechas aún significaban algo, constituyen un todo compacto: no puedo distinguir un año de otro. Era un modo diferente de vivir, días que parecían tener su ritmo propio, distinto del de los demás días del año, sensaciones propias. Al caer la tarde, hacíamos fogatas en la arena: el olor del humo, el calor en la cara, las risas, las historias, los cantos. Las fogatas eran una celebración de la vida, creaban una unión intensa entre todos, una sensación de seguridad y confort, de comunión irrevocable. El regalo del compasivo Prometeo cobraba, en aquellos momentos, todo su significado emocional. Y mágico. Claro que el fuego no es sólo eso: su dominio marcó para siempre el camino de la humanidad y nos ha traído a la actual encrucijada. Pero, en aquellos años, como es natural, yo no pensaba en tales cosas.
Al ser mi padre médico de pueblo, otro acontecimiento que señalaba nuestras Navidades eran los regalos de los “pacientes agradecidos”, que recibíamos con general alborozo. Cosas de comer: una fuente de pestiños, polvorones, bizcochos, una cesta de huevos, una botella de vino, nueces, pescado fresco, almendras, miel, pollos (en ocasiones vivos, lo que suponía un problema, ya que nadie quería matarlos) y, de tarde en tarde, un bogavante recién pescado, en cuya asimétrica desmesura encontraba yo una incontestable belleza.
Pero hubo unas Navidades muy particulares el año en el que mi padre fue alcalde. Por aquel entonces, los alcaldes eran nombrados por el gobernador civil de la provincia, y el cargo era obligatorio y gratuito. Eso quería decir que si te nombraban alcalde tenías que aceptar y ejercer sin sueldo. En esas condiciones no se entiende que hubiese tantas personas con ganas de ser alcalde, ¿verdad? Mi padre no quería, y así lo hizo constar: su trabajo no le dejaba tiempo para nada más. En gobernador le dijo que “en las presentes circunstancias” no conocía a nadie en el pueblo mejor que él para ocupar el cargo, pero que era consciente de que su profesión le exigía todo el tiempo y “en cuanto las circunstancias cambiasen” lo liberaría del compromiso. Fue alcalde durante un año. Navidades incluidas. Aquel año, junto con los habituales regalos de los pacientes agradecidos, comenzaron a llegar algunos de más envergadura. Un día, trajeron dos cajas de güisqui Chivas de 24 años. Venían con un pequeño sobre de ribetes dorados. Por entonces, yo ya tenía edad para saber que aquello nada tenía que ver con una fuente de pestiños, de manera que corrí a avisar a mi padre.
-¿Quién lo ha traído?
Señalé al joven que ya bajaba la cuesta con su carrillo de manos.
-Ve a buscarlo.
El joven se llevó de vuelta las dos cajas de güisqui.
Hubo más regalos: una cesta de Navidad con dos jamones, otra con tres, una estilográfica de oro, un reloj de pulsera, una cubertería de plata en estuche de piel, acompañada de una caja de bombones (lástima que hubiese que devolverla, porque era enorme), y diversos opíparos regalos que fueron puntualmente devueltos a sus opíparos remitentes. El teléfono sonó una y otra vez. La devolución sería un error, ¿no? Pronto, todos los interesados supieron que no. El resultado de aquello fue que mi padre perdió algunos pacientes y que unos pocos, entre los principales del pueblo, comenzaron a negarle el saludo. Al parecer, estos reputados ciudadanos, tomaron como un desaire el fracaso de su intento de cohecho. Siempre quise y admiré mucho a mi padre, pero en aquella ocasión me sentí orgulloso más allá de toda medida.
Tal vez fue por entonces cuando dejaron de gustarme las Navidades. O tal vez fue algunos años más tarde. Con el tiempo he comprendido que no son las Navidades las que me ponen triste, sino su insoportable mercantilización. El vínculo emocional que, en mi niñez, me unía a estas fechas, desapareció. A cambio, me esfuerzo por comprender su significado.
Entretanto dicho significado se me alcanza (o no), quiero desearos la máxima felicidad posible. Que Dios os bendiga.
Solidariamente, Charo Gil y Emilio Morales.