
05/07/2025
Cuando empecé a trabajar en el mundo de las terapias hace más de treinta años, estaba muy de moda echarles la culpa de todo a los padres. Todavía hoy, algunas ideas culpan al sistema familiar de los males de un consultante. Adjudicar las culpas a otros puede tener buenos efectos, ya que mientras otros tengan la culpa, uno siente alivio y no necesita hacerse cargo de sí mismo. Pero estos efectos son efímeros. Si deseamos trabajar seriamente en nosotros mismos, no podemos seguir perpetuando la actitud infantil de señalar con el dedo y exclamar: «¡Mirad cuántas cosas malas me hicisteis! ¡Mirad, malditos, cuántos fantasmas me tengo que sacudir ahora en terapia!». En realidad, los anteriores aman a los posteriores de la manera en que les resulta posible, y tratan de hacer lo mejor para ellos, aunque a veces no sepan cómo ni logren los mejores resultados.
Eric Berne decía que «todos somos príncipes y princesas hasta que los padres nos convierten en ranas». Por mi parte, creo que el paradigma que subyace a las constelaciones familiares ayuda a salir de esas dinámicas hereditarias potencialmente catastróficas. El sufrimiento no solo es el resultado del escaso o mal amor de los anteriores, sino también del amor ciego del hijo, que se implica con los hechos que se encuentra en el sistema
Joan Garriga
del libro Constelar la vida: Del amor ciego al amor lúcido.
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