
28/04/2025
Durante mucho tiempo, cuando todo parecía estar bien, algo me inquietaba, como si no pudiera confiar del todo en la calma, como si necesitara anticiparme a un peligro que ni siquiera había llegado.
Por mucho tiempo no entendí por qué me pasaba eso, hasta que empecé a mirar más profundo: no era que no supiera disfrutar de la paz, era que mi cuerpo había aprendido a vivir en estado de alerta.
Desde la neurociencia sabemos que el sistema nervioso no graba ideas, sino sensaciones. Y en mi historia, los momentos de tranquilidad muchas veces vinieron acompañados de algo que dolía después. Por eso, sin darme cuenta, me preparaba para defenderme antes de tiempo.
Con el tiempo, entendí que simplemente había aprendido a sobrevivir en escenarios inciertos.
Y algo cambió en mí cuando dejé de luchar contra eso. Cuando me animé a soltar el impulso de hacer, de resolver, de controlar cada pequeño detalle, descubrí también que en el no hacer podía encontrar la calma
Que no es necesario llenar cada silencio, ni anticiparse a cada posible problema. Hay momentos en los que simplemente estar presente ya es suficiente.
Validar cada decisión que tomé para acercarme a esa serenidad —aunque me invadieran las dudas, aunque a veces la incomodidad fuera intensa— fue esencial. No hay decisiones “perfectas” cuando estamos aprendiendo a vivir de otra manera. Hay elecciones valientes que merecen ser reconocidas.
Hoy sé que no hacer también es una forma de cuidar(se).
Que no reaccionar ante cada sombra interna es crecer.
Cada vez que elijo quedarme en la calma —aunque el impulso de moverme, de arreglar algo, de escapar aparezca— le enseño a mi cuerpo que hoy puede confiar.
Si estás transitando este camino, quiero decirte: la incomodidad inicial no significa que estés yendo para atrás. Estás reescribiendo una historia profunda, desde tus sensaciones más primitivas. Hay otra manera de vivir, y la podemos aprender.