26/11/2021
Elegía de una despedida
El cartel de entrada de la ciudad no lxs invitaba, “25 de Mayo, ningún sol, ninguna patria”, pensó Rayito cuando lo vió, “el Lechu la llamaba pueblo facho”. Entre la ruta y la avenida principal, un operativo de más de 300 policías controlaba a lxs visitantes como si fueran al cortejo fúnebre de un narco pesado.
-¿Pero si nunca fui, cómo mi**da voy a saber cuál es la casa? - escribió alguien en el chat el día anterior.
-Es un velorio, va a estar lleno de gente-, dijo Rayito, y agregó paranoica o precavida: -¿qué hacemos con lxs periodistas?. -
-Eso ahora no nos importa-, la retaron.
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El sábado 25 de noviembre de 2017, después de 78 días desaparecido y 40 en la morgue, Santiago Maldonado fue velado en 25 de Mayo, su ciudad natal. Esa mañana Rayito viajó en moto desde La Plata hacia el funeral. En la ruta 205 bajó a la banquina, detuvo la marcha y se sacó el casco. La brisa le llegó caliente, la humedad del campo le estampó la cara. Respiró de un tirón, rodeada por el trigo ocre de esa porción de pampa, los dedos le temblaban, “aceleraba de inercia nomás, o quizá de rabia, da igual”. Como en un viaje en plena huída, frotó sus manos buscando detener el hormigueo. En el tramo final una abeja la acompañó, acurrucada sobre el visor del casco.
El Chori había dejado de tatuar dos noches antes. Cuando supo de la ceremonia, el corazón le dijo que fuera. Se preguntó sobre la forma del vacío, sobre la sensación de caer y no volver a levantarse. Igual arrancó: 14 horas de Córdoba a Buenos Aires. Un grupo de compañerxs lo esperó en la terminal de Retiro, aguantaron unas horas, pero cuando el altoparlante chilló, decidieron subirse al próximo bondi. Cuando el Chori llegó no había un sólo pasaje. El tipo de la ventanilla le dijo que los servicios estaban suspendidos. Hizo escalas sin saber cuál era cuál, pero ahí estaba, entrando y saliendo en esos pueblitos del agro bonaerense: Uribelarrea, Salvador María, Roque Pérez, Saladillo, Monteverde.
Rayito llegó a la tarde, con los párpados hinchados como un sapo de tanto llorar y llorar. Vio sobre la calle de cemento un corazón hecho de papel y engrudo. De los árboles colgaban guirnaldas con la palabra justicia sobre la imagen que se popularizó: cejas tupidas, ojos grandes y brillantes, barba densa. Una bandera negra con una A encerrada en un círculo cubría la esquina: brujo sos semilla en el viento.
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Sentadxs en el cordón de la vereda, lxs compañerxs, cabizbajxs. Una hilera de niñxs en pleno desamparo: Rena, Noecita, Noe grande, El Mudo, el viejo Ciccale y un montón de punkis más, un manojo oscuro de ropas y tachas y pelos de colores. Se abrazaron, nunca antes lloraron tanto. Rayito sintió la asfixia de la ronda apretándole el pecho. A lo lejos, alguien se acercaba al grupo, arrastraba los pies, el peso de la mochila le encorvaba la espalda: el Chori aparecía con el atardecer y el cielo violeta de fondo. Rayito se magnetizó: no era más Eve, ya no era como la recordaba aquél enero en las sierras.
En la puerta, Rayito le preguntó a una de las chicas si quería entrar con ella, le dijo que no. Otra, desde la ronda, la miró, le agarró la mano y la arrastró con un apretón corajudo. Su cuerpo pequeño la protegió mientras recorrieron la sala velatoria. En la cocina una chica de rastas y otro con pinta de paisano amasaban tortafritas y tomaban mate. Les indicaron el camino hacia el salón de tonos pastel y luz tenue donde velaban a Santiago. Había casi unas treinta personas. Cuando las chicas pasaron, todxs se volvieron hacia ellas sin decir palabra. Ese silencio les pareció insoportable. Alguien decidido y amable se acercó para susurrarles:“es por ahí, ahí está el compañero”.
Las chicas atravesaron ese laberinto para terminar así, mirando una cruz, un cajón, una madre sentada acariciándolo. La saludaron, gracias queridas, les dijo Estela, la mamá del cadáver, sin poder mirarlas, suspendida en el piso de azulejos blancos y negros, perdida entre recuerdos, meciéndose sobre su propio vaivén. En una mesita, la foto de su amigo mu**to. La compañera le soltó la mano a Rayito,“me voy, no aguanto, me hace re mal boluda”. En la pieza, Rayito se chocó con el Chori que recién entraba. Sobre el ataúd, el cordobés ofrendó unas piedras y un parche recortado de tela que decía: EL FUEGO CAMINA CON NOSOTRXS. La abuela Elena lo miró y le dijo: “¿usted era su amigo?”, al Chori las piernas le temblaron, recordó la voz del Lechu nombrando a su viejita, como él la llamaba. La abuela y el Chori se abrazaron largo rato.
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Afuera estaba la prensa. Algunas caras conocidas de las luchas populares y otras de la televisión saludaban a Sergio, el hermano mayor de Santiago. Ya era de noche cuando confirmaron el rumor que llegaba desde whatsapp: “Están reprimiendo en la Lof, mataron a un peñi”. Alguien del otro lado de la calle gritó “¡váyanse, soretes!”, y señaló a las cámaras y a los micrófonos. La noticia lxs sacudió: Rafael Nahuel caía asesinado por dos balas de la Prefectura Naval Argentina. Doscientos disparos contra piedras, la sincronía del tiempo enlazando dos historias, una causa y un destino común: Santiago y Rafael, la lucha por el territorio del pueblo mapuche y la muerte como telón final de la violencia del Estado.
Reunidxs otra vez en el centro de la calle, lxs amigxs se miraron como si buscaran una verdad inasible. Lloraron juntxs una vez más. En eso apareció un vino y antes de brindar, volcaron un chorrito al suelo: “Por Santiago, por la tierra”.
Su compañero otra vez tenía cuerpo. Un cuerpo para nunca más volver.
Una compa de SADO