
11/05/2025
La familia es el primer texto que el inconsciente aprende a leer. Allí, entre repeticiones y omisiones, se escribe la gramática del síntoma. Freud nos enseñó que todo neurótico carga con una fidelidad inconsciente al drama originario del clan: sufrimos como se sufre en casa, deseamos lo que nos fue prohibido y callamos lo que nuestros padres no pudieron nombrar. Pero hay sujetos que interrumpen la repetición. Su acto, mal leído por los otros como traición, es en verdad un corte: la fundación de una vida propia.
Romper con la familia no significa odiarla, sino desobedecer el mandato invisible que exige padecer para pertenecer. En ese gesto, que parece ruptura, opera en realidad el más alto acto de amor: no perpetuar la herida. El dolor deja de ser destino para convertirse en materia de análisis. El yo ya no se diluye en el nosotros. Y eso es un acto ético.
El estoico diría que hay cosas que no dependen de nosotros: la historia que nos precede, los traumas que nos marcan. Pero también diría que sí depende de nosotros cómo responder. Al dejar de ser esclavos del pathos heredado, comenzamos a vivir con virtud. La serenidad, para el estoico, no es insensibilidad, sino gobierno de uno mismo. Y el psicoanálisis, como la filosofía, nos recuerda que el mayor acto de libertad es dejar de repetir lo que nos hizo sufrir.
Entonces no es huida. Es emancipación. No es egoísmo. Es ética del deseo. No es traición. Es lucidez.
Hay quienes cierran la puerta para castigar. Otros la dejan abierta para invitar al futuro.
Rosmary Ibarra para la pagina Freud Psicoanálisis