
19/06/2025
En nuestra era, la ciencia se transformó en el árbitro supremo de la verdad, como un juez incuestionable de lo real.
Y aunque su método nos ha dado luces inimaginables desde la estructura del átomo hasta los confines del cosmos, reducir todo lo humano a lo científicamente demostrable es, en sí mismo, una forma de ceguera.
¿Un atardecer necesita un paper?
¿El n**o en la garganta al escuchar una canción que significa mucho para nosotros requiere doble ciego?
¿Y esos momentos en que sabemos algo con certeza, aunque no podamos explicar cómo?
¿Acaso el amor se somete a un ensayo doble ciego?
La vida no es solo un conjunto de datos replicables; es también intuición, poesía, ese instinto que nos hace retroceder antes de ver el peligro o confiar en lo que no entendemos del todo.
La vida está llena de verdades que no necesitan validación en un paper para ser reales.
No se trata de rechazar el rigor científico, sino de reconocer sus límites. Hay saberes que llegan por otros caminos: el arte que nos estremece, la intuición que nos guía, esa conexión inexplicable con ciertos lugares o personas.
Como bien sabían los antiguos, no todo conocimiento pasa por la razón; a veces viene del corazón, del cuerpo, de esa sabiduría acumulada en los huesos.
El verdadero pensamiento crítico no consiste en someter todo a examen de laboratorio, sino en mantener la apertura para reconocer que hay múltiples formas de verdad.
No se trata de rechazar el conocimiento, sino de dejar de actuar como si lo comprobable fuera lo único real. Las mayores verdades humanas, el amor, el duelo, la creatividad, se revelan en su resistencia a ser sistematizadas. Esa misma resistencia es la que las hace auténticas.
El día que entendamos que la ciencia es un mapa, no el territorio, habremos dado el único salto epistemológico que realmente importa:
el que nos permite habitar plenamente el misterio de estar vivos sin pedir documentos.