09/07/2020
Fragmentos del texto "¿A QUE HUELE EL TIEMPO?"
De Franscisco Fernandez Romero.
Te propongo algo, desconocido lector, viajero, curioso o simplemente otro. Te propongo imaginar un viaje, uno de esos que se hacen tanto, en tantos lugares del mundo. Uno de esos viajes en los que se cuenta con catorce días para conocer veintiún ciudades. ¿Vienes? A partir de que se llega al aeropuerto inicia una carrera agotadora, no, aún antes: asegurarse de que no se olvidan los boletos, los pasaportes, los dólares, las medicinas. El vuelo que se retrasa, que ocurre al fin, las horas en las que apenas y se pueden estirar las piernas, ese extraño no-lugar que es el avión. La mínima muerte que es el aterrizaje. Esperar las maletas. ¿Por qué aparecen todas menos las nuestras? Un autobús nos lleva a una ciudad que hay que recorrer tan aprisa como se pueda porque contamos con seis horas antes de partir a la siguiente ciudad. En el mapa arrugado están marcados los sitios que debemos conocer, mirar, fotografiar. No podemos decir que estuvimos en esa ciudad si no llegamos a esos lugares, llámense cómo se llamen: la Torre Eiffel, El Coliseo Romano, las enormes filas, los restos del muro de Berlín, la bendición del Papa, los ejércitos de japoneses con el mismo sobrerito blanco, La Gioconda, Las Meninas, El Nacimiento de Venus, una pizza horrible, London Eye, La Venus de Milo, helados deliciosos, el Puente de los Suspiros, el Partenón, espectáculo de flamenco, los Girasoles, los pies adoloridos, La Fontana de Trevi… hace falta verlo todo, y no sólo eso, hace falta también poseerlo a través de la cámara fotográfica: selfies que confirmen que efectivamente estuvimos allí. Pero hay que apresurarse, ya es tiempo, se hace tarde, nos espera el autobús o el tren que nos llevará a la siguiente ciudad donde hay otras cosas que es necesario ver y atrapar. Despertamos en una ciudad y dormimos en otra. ¿En dónde dijimos que estábamos? Ya quedan menos días, ampollas en los pies, los paisajes se confunden. Casi con alivio nos damos cuenta que ha llegado el tiempo de volver. De nuevo corremos hacia el aeropuerto, que no se olvide nada. De nuevo las filas, de nuevo la espera. Volamos. El avión toca tierra y estamos en casa. ¿Qué queda de ese viaje? Acumulación más que experiencia. En realidad muy poco: fotos, postales, souvenirs, jet lag, nada. Recuerdos borrosos que se mezclan y que se olvidarán pronto ante la expectativa del próximo viaje. En el fondo hay voracidad, las ganas de poseerlo todo, de estar en todos lados, de no perderse de nada. Acumular, alcanzar, consumir, poseer.
Un viaje, sí. ¿Pero no es ésta una metáfora de la vida que vivimos? ¿Te resulta conocido? Vivimos a prisa, corriendo siempre o casi siempre en pos de algo. El grito del despertador es como el disparo de salida para una carrera que dura todo el día. Miramos el reloj, seguros de que llegaremos tarde. Medimos nuestro tiempo en minutos, en segundos que vuelan.
Hace mucho, mucho tiempo (así empiezan los relatos) vivimos en un tiempo que se regía por las estaciones del año, por la salida y la puesta del sol, por las fases de la luna, por la respiración de las mareas, por los ritmos de la siembra y la cosecha. Un tiempo ciertamente lento donde era necesaria la paciencia y la espera. No puede adelantarse el florecimiento de un árbol, ni la plenitud de la luna, ni la llegada del otoño. No podemos sino esperar que sucedan a su tiempo. No sirve la prisa.
Más tarde dividimos el tiempo en años, meses, días, horas; entonces eran las campanas de los templos y el canto del muecín (esas voces que hoy parecen antiguas, ecos de un eco) los llamados que marcaban el compás de la vida. Era un tiempo que coincidía con el ritmo del corazón, de los pasos al caminar, de las manos del artesano.
Hoy habitamos otro tiempo: lo medimos en minutos, en segundos, en fracciones de segundo, en fracciones de fracciones. No hay pausas y no soportamos las esperas. Pareciera que todo ocurre o debe ocurrir de inmediato, todo sucede aquí, un evento y otro evento y otro evento se sobreponen, se enciman. Antes de digerir una noticia aparece la siguiente, y luego la siguiente. Nos quedamos con fragmentos inacabados, imágenes que duran unos pocos segundos, desbocadas; y ruido: voces, músicas, protestas, gritos, proclamas, anuncios, disparos…
Habitamos una época extraña donde nada es más importante que estar informado y consumir, donde nos hemos acostumbrado a usar términos económicos para hablar del tiempo: el tiempo es oro, el tiempo se pierde, se gasta, se ahorra; donde el tiempo es un recurso como cualquier otro recurso. Una época donde tenemos acceso, como nunca antes, a una increíble cantidad de información, pero casi nada nos toca. Todo pasa ante nuestros ojos sin que nada nos pase. La experiencia supone tiempo: pasado y futuro, comprensión temporal. La información está vacía de tiempo y no tiene aroma.
Comencé estas palabras invitándote a imaginar un viaje. Ahora te propongo, lector, viajero, curioso, otro, que pensemos en un viaje diferente. De nuevo catorce días, pero esta vez para conocer un pequeño pueblo, una parcela de bosque, un jardín. O aún más: catorce días para conocer un árbol, la luz en una ventana, un solo poema. La prisa se detiene, la respiración se serena. Podemos mirar, oler, escuchar, tocar. Podemos demorarnos. Linda palabra: demorarse. Los detalles importan, aún los que parecen insignificantes. Hay tiempo para lo pequeño, lo silencioso, lo escondido, lo que se pasa por alto, lo que no se ve a la primera, lo que exige mirar de nuevo. ¿Cómo cambia la sombra de un árbol durante las horas del día? ¿Cómo se transforma la luz en la ventana si el día está claro o nublado, si es de mañana o de tarde? ¿Qué ruidos surgen por la noche? ¿Qué nuevas imágenes evoca el mismo verso cuando lo leo por sexta vez?
La contemplación es un mirar apasionado. Por supuesto hay en ello una renuncia: la de poseerlo todo. Y hay también una cierta derrota: saberme limitado, pequeño; no poder conocerlo todo, mirarlo todo, devorarlo todo. A cambio puedo profundizar y contemplar una pequeña parte. También la espera, la distancia y el misterio nos permiten apreciar algo en toda su profundidad.
De algún modo cambiamos la plenitud por la abundancia. Creemos que viviremos más mientras más cosas vivamos, pero la vida plena no es cantidad sino profundidad, acontecimiento, tensión narrativa. Un solo hecho vivido con verdadera intensidad puede transformar la vida.
Me parece que una labor central del terapeuta es la de invitar a detenerse, a pausarse; invitar a suspender la prisa y el deseo de poseer para cocrear con los pacientes un espacio y un tiempo distintos, en donde sea posible mirar apasionadamente, sentir, dejarse afectar, saborear, dudar, resonar, pensar, asombrarse, ser cuerpo, narrar…
Asumo que eso no es lo más atractivo ni lo más popular. “Hoy, no tener tiempo para pensar es de lo más fashion”, dice Fernández Christlieb. Hay en la pausa y la contemplación, una cierta transgresión contra los tiempos del mundo.
La terapia es un tiempo otro dentro del tiempo común, tiempo de contemplación. Al cerrar la puerta invitamos al paciente a detenerse un poco, a sentir su propio cuerpo, a escucharse. Y ante él, ante ella, los terapeutas resonamos, también pausamos nuestra propia prisa para escuchar cada palabra, para sentir en el propio cuerpo y en las propias emociones la particular forma de contacto del otro. Te miro, me miro, miramos eso que surge entre nosotros. Algunas veces pareciera que la intervención justa surge súbitamente, pero si lo pensamos con calma nos daremos cuenta que como dice Esquirol: La chispa necesitó un largo frotamiento contra la incógnita. (cfr. 2009 p.90) La mayoría de las veces, esa intervención es resultado de la espera y del silencio.
la psicoterapia es el espacio donde nuestra narración es escuchada y acogida; pero no sólo eso: también es el lugar donde la ponemos en duda, donde la cuestionamos y la reconstruimos creativamente al encontrarnos con el otro. Cuando como paciente comparto mi relato, éste cobra una nueva dimensión, para empezar, por el mero hecho de compartirlo: alguien (el terapeuta) recibe y es afectado por ese relato. La otredad del otro que es alcanzado por mi narración me hace saberme también un otro, y en ese contraste de alteridades es que descubro quién soy, o quién estoy siendo. Cada sesión es la posibilidad de cocrear una narración nueva que no hubiera surgido sin la presencia del otro. La función personalidad (que no es sino otro modo de llamar a la propia narración) se amplía. Como resultado de la terapia el paciente descubre que su relato no es definitivo, que siempre puede moverse, que no es algo hecho sino un proceso haciéndose constantemente en cada situación.
Paciencia, improbable lector, viajero, curioso, otro, ya termino. No quiero robar más de tu valioso tiempo. Voy escribiendo las últimas líneas, y mientras lo hago, ella me mira. Ella sabe de ritmos, de velocidad y de lentitud. Sobre todo de lentitud. Camina con la parsimonia de un obispo gordo a pesar de ser pequeña y delgada. Cuando se detiene, pareciera que el mundo aguantara la respiración. Luego sigue su lento caminar, sin que haya en ella el menor asomo de prisa. Se recuesta en la mecedora frente a mí, allí donde da el sol, se acomoda, suspira, entrecierra sus ojos. Deja pasar el tiempo sin que nada la altere. Se adormece. Yo la miro asombrado, miro su tiempo desde mi tiempo, envidioso de esa calma invencible; ese su tiempo que quizá ni siquiera es un tiempo sino un instante que no termina. Sí, ella: Matilda, no tiene prisa. Desde donde está también me mira, como no entendiendo mi ritmo acelerado. Quizá me compadece. Suspira de nuevo, se acurruca. Luego, se acicala los bigotes, mueve elegantemente su cola y cierra sus hermosos ojos amarillos.