25/05/2025
Eugenio tenia aproximadamente 10 años cuando su papá murió.
Era un chico” top” del centro y no conocía, más que cordialmente, a los chicos del barrio.
Traje y pantalones cortos vestía, el día que sus gritos querían tapar el dolor.
Un poco obligado los vecinos lo llevaron a la cancha. Y con diez años nunca había tocado una pelota, así que fue al arco.
Entre juego y llanto se enfrento a la figura, que tenia unos 15 pirulines. Y en medio del penal con el chico que estaba mordiendo el dolor, se volvió el arco su trinchera… levanto los brazos y atajo. Por un instante no hubo dolor, por un momento la desesperación infantil de la perdida de referentes quedaba en pausa. Justo ahí, en ese espacio se instalo una pasión, una prótesis, un andamiaje.
Eugenio fue adoptado primero por el barrio y después por el pueblo, como un ídolo del futbol. Dejo de patear lo que encontraba para patear pelotas. Y una vez tramitado el dolor, pudo sonreír.
El futbol no vino solo a darle dinero, en su vejez siguió siendo una referencia una manera de dirigir, una forma de interpretar la vida. Primero como un desquicio en el arco, luego como una pared defensiva, al final como dirigente del barco.
No me digan que el fútbol es: tontos corriendo tras una pelota, díganme como el futbol salva vidas, ayuda a tramitar el dolor e interviene en los procesos identificatorios para forjar la personalidad.
Hablar de deporte también es hablar de amor.