
14/06/2025
El cuerpo humano tiene sus propias maneras de anunciar el peligro. No lo hace con carteles al costado de la ruta ni con telegramas oficiales. Lo hace con alarmas: el dolor, el miedo y la ansiedad. Tres campanadas que no tocan por cortesía, sino por urgencia.
Supongamos que uno apoya la mano en una estufa. Duele. Y entonces uno saca la mano. No hace falta saber anatomía para entender eso.
O supongamos que uno se cruza con un león al doblar la esquina: miedo. El miedo es un poeta práctico. Te dice que no es momento de heroísmos y que conviene rajar hacia otro barrio.
Y si uno no ve al león, pero sabe que anda suelto por ahí, aparece la ansiedad y te acompaña por las calles como un guardaespaldas nervioso.
Son tres niveles de alarma, como una escala cromática del espanto. El dolor aparece cuando no hay más tiempo. El miedo, cuando queda un poco. Y la ansiedad cuando todavía se puede elegir. A cada uno le corresponde una escena, un gesto, un presentimiento.
Por eso, lejos de ser enemigos, son guardaepaldas. Y ahí es donde, con todo respeto y algo de tristeza, uno puede decir que la medicina oficial a veces yerra el piano, porque se ocupa de silenciar las alarmas sin preguntarse por qué suenan.
¿Y qué habría que hacer, entonces?
Primero, escuchar. Confirmar si el peligro es real. No es lo mismo sufrir una falsa alarma que vivir en una trinchera. Darle un ansiolítico a alguien que está por cruzar un barrio con leones sueltos, es como taparle los oídos a alguien que escucha disparos. Es hacerlo más vulnerable, no más fuerte.
Claro, es un ejemplo extremo. Pero lo vi muchas veces: fente con vidas difíciles —violencias calladas, cansancios largos, historias torcidas— medicada sin preguntas. Como si el problema fuera su reacción, y no el mundo que los rodea.
También vi dolores silenciados a fuerza de inyecciones o bloqueos, cuando quizás ese dolor era el único que estaba diciendo la verdad.
Sí, a veces el sistema de alarma falla. Dolor por nada, miedo sin peligro, ansiedad vacía. Pero es raro. Rarísimo. Antes de desactivarlo por capricho, habría que tener la decencia de escucharlo. Porque no hay tragedia más triste que ignorar un aviso sincero.