14/05/2020
Tapabocas
Ella, apelando a su empatía, se ponía en el lugar del otro; le resultaba llevadero… soportable.
Repartía alimentos con responsabilidad y un toque de gracia natural que alimentaba el estado de ánimo de los necesitados (“no solo de pan vive el hombre”, reza el dicho popular y patriarcal).
Una tarde, de esas tardecitas del pueblo, en las que no está previsto que pase nada esperable, apareció… él, en uno de esos encuentros causales con forma de casualidad.
Conversaron, como se habla en tiempo de coronavirus, entre el todo y la nada, entre el distanciamiento social y las ganas de abrazar.
Ella manifestó en el bla bla bla del parlêtre que tenía en su vida una ausencia dolorosa e injusta que la tenía a mal traer.
Él, acelerando el tiempo de espera que la cuarentena se toma para decir lo importante, le pidió un favor: que se quitara el tapabocas del miedo y hablara libremente.
A Ella una sensación agridulce la invadió en su esencia, presenticándose en su cuerpo y… dijo.
Contó cómo una impericia en forma de pericia le había arrebatado de un cachetazo sus flores más amadas, esas que se llevan en el vientre.
El silencio… y el tiempo de ubicarse en hacer lo que hay que hacer le recobraron el ánimo.
El deseo de Ser le rompió la certeza de que no hace falta que haya un roto para un descosido, que el roto se las arregle con su agujero.
Mañana retomará sus tareas con nuevos bríos y, advertida, se colocará su pañuelo naranja para protegerse, sólo del coronavirus.