16/06/2025
Mi abuelo murió hace una semana.
Murió en su cama, con sus hijos rodeándolo. Le pusimos sus conciertos favoritos: algo de Bocelli y de André Rieu. Le canté con mi guitarra. Y en medio de “Volver a los 17”, abrió los ojos y giró la cabeza. No había mirado nada en horas. Y menos aún, intencionado algún movimiento.
El arte se siente con otros sentidos.
No hubo discursos. Nada grandilocuente. Solo una presencia tranquila. Un ritmo lento. Nadie intentando alargar ni evitar lo que ya pedía descanso. Estar. Solo estar.
Sé que no siempre se puede así. He visto muchas otras formas de morir: rápidas, solas, hospitalizadas, interrumpidas. Y también sé que cada una tiene sus propios matices. Alguien podría encontrar pros y contras en cada tipo de muerte, y es cierto. No se trata de idealizar.
Pero hoy me detengo en esta.
En una muerte que, con dolor, también tuvo claridad. Porque hubo cuidado. Porque se respetó el tiempo. Porque el silencio no fue ausencia, sino compañía.
A veces lo único que queda es eso: estar.
Cantar bajito.
Sostener, aunque no se diga nada.
Y la experiencia de ver, de a poco, cómo alguien tranquilamente deja de respirar.
Como si el aire mismo entendiera que era hora de soltar.