08/02/2024
Una lectura cortita.
Historia de locura
TERESA PORZECANSKI
Tal como la muerte, que crece y triunfa y estalla y define en el dulce temblor, en el compadecerse sin alivio, creció la locura de Rogelio Encina.
Solo, un buen día, transitó por nuevos y sombreados sótanos, como un aventurero, a la difusa luz de su discernimiento que, por entonces, habíase ya desgastado en ritmos, sonidos y visiones de la gracia de la vida.
Solo, un buen día decidió que el teléfono sonara hasta callarse, que el baño, la pieza toda del hotel, pequeña y ridícula, devolvieran al tiempo su sibilante silencio, que las cartas que la rendija inferior de la puerta le arrimaba una vez a la semana, se juntaran sobre la mesa, allí donde doña Irma las ponía, cada vez que entraba a sacudir el pegajoso moho de encima de los muebles; decidió dejar de comer en lo de Raimundo: no fuera a ser que las partidas de póquer se alargaran y le impidieran presenciar, a solas. el milagro acuciante de la situación.
Rogelio Encina quería cambiar, transformarse, como un insecto que puede resurgir en mil formas, modificarse. impedir que su destino arrasante y probable, le prohibiera confesar nuevas debilidades Lo primero que hizo para reforzar ese intento, fue adquirir un microscopio de segunda mano, hermoso y desvencijado, eslabón aún instituido, hacia los nuevos caminos.
Lo instaló en su pieza junto al pequeño balcón, frente al mar interminable.
Entonces, comenzó una nueva forma de visionar: quedaba hasta muy tarde mirando cómo los protozoario, se movían, deslumbrado por el teñido violáceo intenso, de los preparados, manipulando las viejas lentes, a veces empañadas por su aliento maloliente.
Se mueven, repetía sin cesar. No cesan de moverse, repetía, una vez tendido en el hueco del colchón combado justo a la medida de su cuerpo, esperando que el sueño le llegara, por fin, como un olvido. Se mueven más que yo, carajo.
Y luego, algún lejano ladrido le traía reminiscencias confusas que hacían retroceder la vigilia.
Una tarde, encimado, ya, sobre el viejo aparato, comenzó a observar su pulgar, el derecho, iluminado ferozmente, bajo la lente. Parecía una grotesca masa amarillenta, dividida en pequeñas partículas geométricas. Luego, sus otros dedos, fueron sometidos a la prueba y en el impetu por examinarse, hubiera retorcido todo su cuerpo, bajo las iridiscentes luces que la lente refractaba. Señores?, pensó, soy una construcción.
Después de lo cual, un sopor cálido lo envolvió hasta el otro día.
Ese fue el comienzo. Al transcurrir los días, Rogelio comenzó a observar sus pies, postrado en malabarísticas posiciones sobre la mesa, sus largas uñas, negras en el borde y desparejas, el vello sobre los dedos, que semejaba un alambrado tupido y enrevesado. Luego, solía tenderse desnudo sobre la cama, a pesar del frío que la humedad del mar traía en ventoleras, y permanecía quieto, perdida la mirada contra las grietas en el cielo raso.
La noche entraba entonces de repente, como un negra invasión por las ventanas, inusitada, henchida, dolorida en el transcurso de las, estaciones. La noche entraba, entonces, mientras Rogelio Encina se miraba, engarzada en las horas que luego sumarian miles de días, años.
Fue una de esas noches, en las que el sosiego no era más que una forma de respiración consecuente, en que decidió dar un segundo, leve paso. Adquirió en una tienda enmohecida un anteojo de relativo aumento, y lo dispuso en un soporte, mirando desde el rectángulo constante del balcón hacia el hermoso cielo.
Y el despliegue fue más que grande, insólito: sólo debía entonces ubicar a los astros a las horas en las que éstos atisbaban el ceremonioso andar terráqueo.
El cielo parecía, entonces, la trascendencia buscada de su cuerpo, Giran repetía murmurando, giran? y la espera de la hora exacta era la cita a la que el instrumento desgastado lo llevaba, día tras día del invierno.
Giran decía y el movimiento era la manera de concebir un gran universo, insuflado, anexo, que lo esperaría cuando su cuerpo se arrugara, cuando todo, hasta la respiración tranquila y apagada, se fundiera en un largo y estéril vahído.
Fue un domingo, caída ya la tarde, y cuando faltaban algunos minutos para la aparición de Venus, cuando Rogelio Encina recibió la visita del Padre Camilo.
Entró con su sobretodo negro, la sotana asomando, y en la mano, desgastado, un pequeño sombrero.
-Qué tal -saludó- Se asombrará de verme.
Rogelio se incorporó; por el balcón abierto entraba, serpenteando, el frío. El anteojo, dispuesto, esperaba, sobre su soporte, el manipular nervioso de los dedos sobre su, pomos herrumbrientos. Rogelio se incorporó con molestia
-Hace tiempo que no lo veo por la capilla -prosiguió el Padre Camilo, mirando en derredor. Sus gruesos dedos estaban encendidos y agarrotados sobre las alas del sombrero.
Aparecería Venus en media hora, o tal vez en meno, tiempo -la exactitud debía ser calculada con instrumento, más precisos que los que él disponía- aparecería Venus rosado, o tal vez blanco y con el fulgor inquieto que lo cubría.
-Hace tiempo que no lo veo. Pienso que tal vez se ha alejado por alguna cuestión personal. O tal vez no le ha dado suficiente importancia a su comunicación con el Señor.
Aparecería Venus, desdoblado en luces, sibilante: iluminaría lejanamente el atardecer que se haría, entonces, glorioso, la mesa incolora, las grietas en las esquinas del cuarto. Y el padre Camilo desaparecería como por milagro, es decir, su rostro se transformaría en luz, en lámpara, y conversación se haría inteligible.
-No sé. No he ido -dijo Rogelio, la mirada fija en balcón.
-No es posible que un fiel que ha ayudado tanto a nuestra iglesia, se aleje, así, de repente. ¿No cree que esto es también una forma de pecado?
Rogelio contemplaba el rápido atardecer. En un minuto 0 en dos desaparecería el pálido encenderse del mar, las olas subirían como trepándose por los muros de granito de la rambla y un olor a peces y a arena impregnaría los huecos en la noche.
-No es posible que la fe se pierda de un momento a otro, que todo en un ser se destruya de la noche a la mañana. El cura movía su cabeza, del microscopio a la cama y de allí a la mesa, y de allí a la cama y de allí nuevamente al microscopio.
Siete campanas sonaron a través de los ladrillos; pronto estuvo con ellos la noche, entera, infranqueable, mientras el Padre Camilo se alejaba, meneando la cabeza, calle bajo, y en el cuarto, desolado, inmutable,
Rogelio Encina transcurría, una vez más, por los recientes meandros de su locura.
Así pasaron los últimos días del invierno, y así estalló, dolorosa, la primavera: durante las mañanas el mar relucía movedizo de brisas bajo el claro cielo distante, desparramando iridiscencias por las veredas. Durante las mañanas, Rogelio Encina transitaba por la costa, juntando, como tesoros, desperdicios viejos sobre su carro tambaleante sujeto a dos ruedas de hierro.
Lentamente, paseando una nueva y ociosa pereza por el paisaje, una idea vino a él, como vienen sin quererlo, las edades.
?Construiré un templo -decidió- un templo hermoso, y colorido, que se eleve hacia los astros. Y entonces, fue la arena húmeda y cremosa de la playa la que comenzó a moldearse en geométricas formas, insólitas, irregulares, desparejas.
Fue la arena, y cuando ésta no sirvió para guardar la vigencia de las líneas contra las mareas nocturnas, fueron el hierro, el bronce, las herramientas en desuso, encontrar en los basurales, las bases de la construcción que se erguiría. Allí, justo debajo de su balcón permanentemente abierto,
Rogelio Encina construyó un templo, quebrado, enrarecido por la alternancia de colores y texturas diferentes, irregular e insólito. Solamente la elevación creciente, cada día más erguida y más firme, contribuía a definirlo como un templo: una pasmosa verticalidad ungida desde la calle, casi hasta la altura del balcón, para que desde él, alcanzara la cima, rugosa, despareja, pero accesible.
El día en que el templo pudo llegar a la altura del balcón, Rogelio Encina instaló sobre su cima, en ceremonia grandiosa, irreversible como su afán, una única, cimbreante vela encendida, que se derritió, durante toda una noche, sobre el eslabón más alto de la torre.
Entonces, todos los atardeceres, Rogelio pudo asomarse, desde su herida, hasta la cima del templo, y en silencio, arrodillado a su lado, de modo que sus manos pudieran tocarla, alzó su honra, definitiva y sagrada, hacia ese infinito que tanto había buscado.
Ésa fue, por años, su forma de religiosidad, compleja, inescrutable, alborozada, desde el cuarto solitario, desde el balcón abierto hacia las oraciones indescifrables y absolutas.
Señor todopoderoso. Si Tú quisieras, si todos quisieran que la libertad entrara por la puerta y se sentara y se pudiera hablar con ella de igual a igual, yo podría entonces descansar.
Señor todopoderoso, permítenos que el naufragio sea total, definitivo, que no haya un solo monstruo que nos sobreviva y pueda engendrar otros miles. Señor. Señor, dinos dónde estás ahora, para que los años se alivie, de penurias y corran henchidos, relajados.
Correrían deleitándose por las células de la construcción humana, alternando en ellas estaciones, arrugas, cicatrices y, definitivos, luego, darían paso al último miedo. Así. entonces, Rogelio podría dejar su templo eregido en demanda para que, sólo, de a poco, se desmoronara, y sólo, de a poco, se hiciera gradualmente innecesario, como las innecesarias creencias.
Fue, llegando a los últimos días de luz racional, cuando Rogelio Encina concibió su gran consagración, hacia la redención póstuma. De pie, en su balcón, a la cima del templo, creyó que el momento de la procreación había llegado, como el sublime paso imprescindible para que, definitiva, la luz de los astros lo absorbiera, para que sus células se diluyeran contentas en el seno de aquello que lo rodeaba \ que cada día se hacía más enorme y exigente.
Quiero tener un hijo repetía solitario por las calles, un hijo que corra por donde yo me alejo. Y el deseo crecía cuanto más se concentraba en él, como una visión que hubiera ido afinándose en detalles, al ser una y otra vez concebida.
Palpaba apesadumbrado su vientre liso y blando sin percibir que la vida, allí, se recreara, sin temblar por la tierna expansión del aleteo. Primero que señalara que se podía, sí, aún se podía incluir aquí también, dentro del portentoso y consabido límite del cuerpo, la única posible trascendencia, la sola posibilidad de replegarse y verter, desde sí, un producto terminado, embellecido por un desquicio de libertad y de afrenta que no podría nunca compartirse.
Pensaba, ya, en una muerte próxima, despavorida y desvariante, cuando una tarde percibió el primer signo de que algo extraño le estaba sucediendo: su vientre había comenzado a hincharse como un globo elástico y móvil por dentro. una sensación de ritmo se agitaba en sus entrañas, irradiando actividad y crecimiento. Supo, entonces, que el momento había llegado y que la espera sólo podía llevarlo a la clarividencia tan deseada.
Supo que los días vendrían premeditadamente y todo cambiaría: él mismo y cada una de sus partes podrían entonces salir al exterior, para fundirse, y disolverse, y formar parte de otros cuerpos y otras partes.
La espera comenzó y Rogelio Encina soñaba cada tarde con los diálogos que podría entablar con el ser que allí se debatía, diálogos concisos, incipientes del don de la palabra en los que el significado habría de transformarse en una Última, trivial, maledicencia. Vendrá se decía Rogelio, vendrá y hablaremos; podremos hablar largos años sobre largas cosas, y si no hablar, mirarnos.
Fue el séptimo mes del año el que asistió a ese doloroso parto. Las grietas en el cielo raso, heladas por el aire que el balcón abierto traía en ventoleras, presenciaron, húmedas, la serie de gemidos que, como oraciones, exangües desprendían los labios. Fue el séptimo mes, fue en julio, que el templo llegó a ser innecesario, y una noche Rogelio sintió que su cuerpo se abría, retorcido y purificado, para verter, entre sangres y delirios, el parto de sus propias entrañas.
Se estaba dando a luz en el atardecer de invierno, dando a luz a su hijo, que era él mismo, que había venido a remojar su esencia y su imagen en sus propios desechos- Lo vio aparecer entero, pequeño Y enrojecido el ser humano primero que él también había sido apareció ante sus ojos, inundando de luz, destellos los renegridos huecos de la noche. Lo vio aparecer antes de que el último sueño lo alcanzara, ayudándolo a fallecer tan dulcemente.