20/05/2025
Esta publicación nació para la adolescente que fui.
La que no sabía cómo encajar, pero tampoco sabía cómo dejar de ser quien era.
La que se sentía distinta en su propia casa, en su propio cuerpo, incluso entre personas que la amaban.
La que no entendía por qué dolía tanto vivir una vida que, en el papel, parecía perfecta.
En mi adolescencia, literalmente “adolecí”.
Dolían cosas que no sabía nombrar.
Dolía sentirme incomprendida, dolía portarme mal sin saber por qué, dolía lastimar a los que amaba sin querer hacerlo.
Tenía tanto amor alrededor… y aún así me sentía sola.
Mi voz no encontraba su lugar, y mi rebeldía era mi forma de gritar lo que no sabía decir.
Por mucho tiempo creí que algo estaba mal en mí.
Hasta que me fui de casa, hasta que me alejé, hasta que en el silencio de un lago, durante la pandemia, pude mirarme entera por primera vez.
Allá me encontré. Allá recordé quién era.
Y empecé a entender que no estaba rota, que nunca lo estuve.
Volví a mi casa como invitada… y fue la primera vez que me sentí completamente parte.
Volví con ojos nuevos. Volví con amor.
Y vi a mi mamá, a mis hermanos, a mis sobrinos… y me vi en ellos.
Fue ahí cuando entendí que siempre había pertenecido, aunque no lo supiera.
Ser “la oveja negra” fue mi forma de abrir camino.
Hoy lo sé.
Me costó años dejar de avergonzarme de mi esencia, salir del rol de víctima y tomar responsabilidad de mi vida.
Pero cuando lo hice, todo cambió.
Cuando dejé de buscar encajar y empecé a elegir lo que sí quería sostener en mi vida, aparecieron las personas correctas.
No para llenar un vacío… sino para compartir desde lo lleno.
Si alguna vez te sentiste demasiado, distinta, rebelde, incomprendida.
No estás rota.
Estás abriendo espacio para lo nuevo.
Y esa es una forma de amor muy valiente.
Algún día te darás cuenta, que siempre fuiste parte 🫶🏽
Con amor,
Jose ❤️