28/08/2025
Había una vez, en lo profundo de la selva donde el río canta y la luna se esconde entre las hojas, un abuelo sabio que guardaba la medicina del yagé.
Dicen que sus ojos eran dos luciérnagas encendidas, y que en sus manos el fuego y el agua se unían. Cada noche, el abuelo prendía su p**a y soplaba humo hacia las estrellas, llamando a los espíritus del jaguar, del águila y de la anaconda.
Cuando servía la medicina, el bosque entero despertaba: los árboles murmuraban en lenguas antiguas, las flores abrían sus corazones y la liana brillaba como un río de luz. Quien bebía del cáliz sagrado, viajaba hacia adentro, donde habitan los abuelos que ya partieron, y allí encontraba respuestas, canciones y memorias que habían estado dormidas.
El abuelo siempre decía:
“El yagé no es para ver afuera, sino para mirar dentro. Es el puente entre la sangre que hoy corre y la que un día corrió en nuestros ancestros. Quien bebe con respeto, escucha la voz de la Tierra, y quien escucha esa voz, nunca vuelve a estar solo.”
Desde entonces, cada sorbo de medicina se convirtió en un canto de unión, un camino de regreso a la raíz, y un recordatorio de que todos somos ramas de un mismo árbol sagrado.
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