31/08/2025
El verdadero proceso de duelo no busca ofrecer respuestas fáciles. En cambio, viene a desmantelar nuestras certezas más profundas, a incendiar aquello que considerábamos intocable y a desarticular nuestras defensas, esas que hemos construido para evitar enfrentarnos a la cruda realidad de la pérdida.
Cuando el dolor llega, no lo hace con suavidad; lo hace con un filo que hiere. Nos confronta con la sombra de nuestra tristeza, con la grieta que hemos tratado de ignorar durante tanto tiempo. Ahí es donde duele, donde quiebra nuestra fortaleza: es esa resistencia la que nos atrapa. Sin embargo, en ese espacio roto es donde comienza a filtrarse la luz de la sanación.
No existe un despertar sin una ruptura, así como no hay renacimiento sin un desgarro. El hueso debe quebrarse para liberar la médula, y el corazón debe abrirse en dos para que brote la sangre preciosa que trae vida. Así fue con la partida de Lalo; su luz sigue brillando aún en medio del dolor, recordándome que la oscuridad no es mi enemiga, sino la matriz de mi transformación.
La pérdida me ha enseñado que mi herida no es un castigo, sino un portal hacia una nueva comprensión de lo que significa amar. Este camino no se trata de acumular verdades; más bien, es un viaje hacia la vacuidad, hacia una desnudez emocional que me permite estar presente ante el misterio de la vida y la muerte.
En la medida que enfrento mis propias sombras, me vuelvo digna de la luz que Lalo me dejó. La tristeza por su ausencia se entrelaza con la alegría de haberlo tenido, moldeando un amor eterno que trasciende el tiempo y el espacio. A medida que continuo este camino, aprendo que la grieta que una vez vi como destrucción es, en verdad, un llamado a la iniciación.
Hoy reconozco con gratitud que el amor que compartimos me impulsa a vivir con intensidad, abrazando tanto la luz como la oscuridad, y en este viaje, me honro a mí misma y a la memoria de mi hijo, quien siempre seguirá vivo en mi corazón.