22/10/2025
Hablamos de la maleta, de los sueños, de las oportunidades. Pero hay una verdad que duele en el silencio: emigrar a veces no es un acto de valor, sino de desgarro. Es la decisión desesperada de quien debe elegir entre el futuro y el presente, entre la supervivencia y el corazón.
Y en ese camino, no solo se dejan cosas. Se dejan seres vivos que latían a nuestro lado. Se dejan hijos con las caritas pegadas a la ventana, preguntándose cuándo volverán sus padres, convirtiendo el “te extraño” en una canción de cuna por videollamada. Se dejan mascotas que esperan día tras día tras la puerta, sin entender el abandono, confiando en que ese olor familiar volverá.
Se dejan responsabilidades sagradas. Abuelos que crían por segunda vez, asumiendo un peso que no les correspondía. Se dejan camas vacías, juguetes sin dueño y miradas que buscan en vano. Es el precio desgarrador que muchos pagan: cambiar la cercanía del abrazo diario por el dinero que llega en una remesa. No es un “hasta pronto”. Es un duelo con la culpa como compañera de viaje.