28/07/2025
Cuando un padre muere… no solo se va él.
Se va la raíz.
Se va la voz que no necesitaba gritar para imponer respeto.
Se va el consejo seco, corto, pero sabio.
Se va ese “cuídate” que parecía costumbre, pero era amor puro disfrazado de rutina.
Cuando un padre muere, no solo se muere un hombre.
Se muere un protector.
Se muere un muro que ni sabías que te cubría del viento.
Y de pronto… el mundo se siente más frío.
Porque el mundo no se detiene,
nadie se da cuenta…
pero tú lo sientes todo.
Todo te pesa más.
Todo suena distinto.
Todo duele sin que puedas explicarlo bien.
El café no sabe igual.
La casa parece más grande, más vacía… más callada.
Hay una silla que nadie se atreve a ocupar.
Una risa que ya no suena.
Un olor que se desvanece de la ropa.
Y un número que sigue guardado en el celular… aunque sabes que ya no responderá.
Y te cae encima esa verdad cruel:
que no le dijiste todo,
que colgaste sin saber que era la última llamada,
que dabas por sentado que estaría ahí “siempre”.
Pero el “siempre” no existe.
Te ves al espejo y empiezas a notarlo en ti.
En tu forma de mirar, en tu forma de guardar el enojo,
en cómo te rascas la cabeza cuando piensas,
en cómo le hablas a tus hijos o en cómo sostienes el volante.
Su voz aparece en tu cabeza cuando estás por rendirte.
Cuando la vida se pone dura,
cuando necesitas fuerza…
y ahí está él, desde lo invisible, como siempre, empujándote a seguir.
Porque un padre, de esos de verdad…
no se va del todo.
Se queda en ti, en tu historia, en tu forma de amar, en tu manera de luchar.
Se queda en el silencio que antes te desesperaba,
pero que hoy te hace compañía.
Y aunque no lo veas, lo llevas contigo…
en cada paso,
en cada decisión,
en cada victoria que quisieras contarle.
Porque cuando un padre muere…
no muere.
Solo cambia de forma.
Se vuelve parte de ti.