02/10/2025
La diferencia entre un milagro y un acto de la naturaleza no reside en la sustancia, sino en la repetición.
Un milagro presenciado a diario se disuelve en la rutina.
Si el sol saliera solo una vez en la vida,
el mundo se congregaría en el horizonte con trémula reverencia, proclamándolo el acontecimiento más asombroso jamás conocido.
Pero como cada día sale y se pone, lo archivamos como algo ordinario y lo relegamos a un segundo plano en nuestras vidas.
Esta es la condición humana: la familiaridad nubla nuestra visión.
Estamos rodeados de maravillas tan constantes que dejamos que se desvanezcan en la invisibilidad.
Anhelamos espectáculos, aguas abiertas, estrellas fugaces, mares en llamas, mientras descartamos los milagros silenciosos que nos mantienen vivos.
Pero ¿qué milagro mayor esperamos
que el que nos saluda cada mañana
cuando el aliento llena nuestros pulmones, cuando la consciencia despierta, cuando la luz regresa al mundo?
Todavía nos atrevemos a llamar al nacimiento en sí mismo un milagro, ¡y con razón!
Sin embargo, olvidamos que cada persona que conocemos es prueba viviente de ese mismo milagro, viviendo con mil universos en su interior.
El corazón late, el cerebro brilla, el cuerpo se regenera, el espíritu perdura, todo sin que nosotros lo pidamos.
La vida misma es un milagro, implacable en su generosidad, extravagante en su cotidianidad.
La tragedia que experimentamos los humanos no es que los milagros no existan o sean escasos, sino que son tan abundantes que dejamos de reconocerlos.
El reto, entonces, no es implorar lo extraordinario, sino recuperar la visión de lo cotidiano.
Contemplar un amanecer, una mano entrelazada con la nuestra, la risa de un niño, la amabilidad de un desconocido,
y recordar: esto también es un milagro.
Y quizás la sabiduría más profunda reside aquí: que lo sagrado nunca se ha ocultado, solo ha esperado a que lo notáramos.
Katie Kamara