23/04/2025
Un joven trabajador asesinado, y su presunto agresor descansando en casa por cárcel.
Dos realidades enfrentadas, dos formas de educación, dos maneras de ver y vivir el mundo.
La víctima: un joven que, como muchos, decidió enfrentar la vida con dignidad. Se levantaba cada día a buscar el sustento, a ganarse el pan con esfuerzo, a sumar al tejido social desde su trabajo. Lo educaron en valores: en el respeto, la responsabilidad, en la conciencia de que nada llega sin sacrificio.
El victimario: otro joven, pero con una historia diferente. Formado —o más bien deformado— en la cultura del privilegio, del “yo hago lo que quiero”, del “usted no sabe quién soy yo”. Alguien que, presuntamente, actuó con sevicia, que habría planeado su acto violento, y que ahora, gracias a sus conexiones y al amparo de un sistema que protege a los poderosos, paga su crimen desde la comodidad del hogar.
Uno aprendió a construir. El otro, a destruir sin consecuencias.
Uno luchaba por aportar. El otro se creyó con derecho a arrebatar una vida.
Este no es solo un caso judicial. Es un reflejo de cómo estamos educando. Hay hogares donde se enseña a respetar, a trabajar, a construir. Y hay otros donde se cultiva la impunidad, la arrogancia, el poder como escudo para la violencia.
¿De qué sirve tanta tecnología, tantos diplomas y tantos discursos si seguimos criando a jóvenes que creen que la vida del otro vale menos que su capricho?
Lo más trágico no es solo la muerte del joven trabajador. Lo más trágico es que como sociedad estamos permitiendo que esa historia se repita. Que sigan habiendo dos tipos de educación: la que forma ciudadanos, y la que fabrica intocables.