27/09/2025
Un sábado salí a caminar, hace poco había perdido a mi mamá y sentía un vacío. De pronto vi a una anciana, estaba sentada, con la cabeza agachada, y lloraba detrás de una reja.
Me acerqué sin dudar. Le pregunté si se sentía bien, si necesitaba algo. Me miró con los ojos llenos de lágrimas y me dijo que sus hijos la dejaban encerrada todos los fines de semana. Que lo hacían para que no se escapara, para que no se hiciera daño. Me contó que se sentía como una carga. Que no recordaba la última vez que alguien le habló con cariño o la escuchó con paciencia.
Yo no sabía qué decirle, pero sentí algo fuerte en el pecho. Tal vez porque extrañaba a mi mamá, tal vez porque esa mujer podía ser cualquier madre, cualquier abuela. Le dije que me esperara un ratito, que volvería pronto para compartir un desayuno con ella.
Fui rápido a casa. Preparé café, hice unos panes con pollo, los metí en una bolsa y regresé. Nos sentamos, ella detrás de la reja, yo del otro lado. Comimos juntas. Me contó historias de su juventud, de lo que le gustaba hacer, de las cosas que extrañaba. Nos reímos mucho. Por un momento no era una anciana encerrada, ni yo una mujer triste. Éramos solo dos personas conversando como si nos conociéramos de siempre.
Antes de irme, le dije que regresaría al atardecer con un poco de pastel, que lo haría en su honor. Me sonrió como si fuera una niña. Me dijo que me esperaría.
Volví, como prometí. Y desde ese día, lo hicimos costumbre. Cada fin de semana pasaba por su casa con desayuno. Nos sentábamos a conversar. Le conté que mi mamá había mu**to y que a veces daría todo por compartir con ella un ratito más.
Me miró con ternura y me dijo que ojalá sus hijos pensaran como yo. Me agradeció por ser esa hija, esa amiga, esa confidente que tanto le faltaba.
En un momento pensé en hablar con sus hijos, en denunciar que la encerraran. Pero ella, llorando, me suplicó y me hizo jurarle que no lo haría. Me dijo que solo quería seguir compartiendo esos momentos conmigo. Que eso ya la hacía feliz. Así que respeté su decisión. Solo le dije que gracias a ella, yo también me sentía mejor.
Una semana después pasé por su casa, como siempre. Pero esta vez la puerta estaba abierta. Había gente vestida de negro. Me detuve. Sentí algo en el estómago. Entré lentamente temiendo lo peor y para mi tristeza sí... era su velorio.
Me acerqué al cajón con el corazón en la mano. Ahí estaba mi amiga. Y aunque tenía los ojos cerrados, en su rostro había una sonrisa. Supe entonces que se había ido en paz.
A veces no sabemos cuánto bien podemos hacer con un gesto simple. Un café, una conversación. No necesitamos grandes cosas para cambiarle el día a alguien. A veces, solo basta con escuchar, con mostrar que nos importa.
La empatía no cuesta nada, pero vale muchísimo. Puede hacer sentir vista a una persona olvidada. Puede regalar compañía donde hay soledad. Y a veces, en el proceso de acompañar a alguien, también nos sanamos un poco a nosotros mismos.
Una amistad sincera, aunque sea breve, puede quedarse en el corazón para siempre