22/11/2025
Ahí no, ahí a lo mejor no.
Las personas que han vivido experiencias traumáticas profundas, especialmente cuando han sido atravesadas por la violencia interpersonal, a veces sienten una necesidad casi urgente de contar lo íntimo, así como de forma huracanada y sin brújula: recuerdos dolorosos, escenas que aún palpitan, fragmentos de vida que pesan.
Es un impulso que aparece incluso en lugares donde no siempre existe la seguridad necesaria para sostener una verdad.
La vecina, el conocido, un familiar en medio del salón de celebraciones.
Este gesto, tras el que a veces aparece la culpa vergonzante, no es un fallo ni una muestra de fragilidad.
Es una forma en que el cuerpo y la mente intentan volver a respirar.
Una estrategia antigua, chiquita, nacida en momentos donde ser vistas o vistos era cuestión de supervivencia. El trauma deja esa corriente subterránea: la sensación de que hablar rápido puede salvarnos, de que contar es una manera de agarrarnos al mundo.
Desde una mirada feminista y política, también podemos reconocer que este impulso habla de la falta de espacios donde la vulnerabilidad sea bienvenida.
Qué mundo tan bonito nos está quedando, prima.
Cuando las estructuras que deberían sostenernos y a las que todos pertenecemos (familias, comunidades, vínculos) no han ofrecido escucha o cuidado, una aprende a buscar calor incluso en lugares inciertos.
A veces compartir se convierte en un pequeño acto de resistencia frente a la soledad, una forma silenciosa de decir: “Estoy aquí, y esto que me pasó merece ser visto”.
Estoy aquí.
Me pasó.
Me pasó.
Con el tiempo y no poco intento-error, dejando a merced de los vientos lo más íntimo, algo dentro empieza a afinar su oído.
Surge una especie de pausa suave, como una respiración que pregunta: ¿este lugar puede sostenerme?
¿Me siento aquí apreciada?
No es una regla ni un ejercicio, sino un movimiento interno que se va despertando. Igual que quien antes de hablar observa el clima y se pone el abrigo, podemos aprender a sentir la temperatura emocional de un espacio, a reconocer si hay cuidado mutuo, presencia, los mínimos relacionales o si conviene guardar la historia para un refugio más protector.
Comprender el origen de este impulso permite mirarlo con más ternura.
No necesitamos reprimirlo, sino escucharlo con cariño, dejar que se vaya transformando en algo más lento, más consciente, más nuestro.
Necesito contar de mí pero ahí no, ahí sí.
Tal vez esto no va de acallar lo que sentimos o nos pasó sino en hacer este acto heroico de cuidarnos: permitir que nuestras emociones encuentren el espacio adecuado para mostrarse.
Distinguir dónde hay que abrazar, dónde dar dos besos, dónde la mano, donde lanzar un saludo neutro, donde alzar las cejas y continuar.
Y en confiar en que existen lugares (y también personas) capaces de acoger nuestra verdad con respeto.
Es un aprendizaje que toma tiempo, hecho de pequeñas revelaciones, de la profunda certeza de que nuestras historias y las de los demás merecen seguridad, dignidad y luz.
Y mucha ternura.
El punto minúsculo que somos en medio del Universo lo amerita.
Buen día, otro día.
Por si sirve.
María Sabroso.