
01/08/2025
No me alcanzan los dedos de las manos para contar las veces que le he escuchado a mi papá decirme:
“Da igual lo que hagan los de arriba, sea como sea, mañana hay que trabajar.”
Y sí, no quiero quitarle la razón.
Mañana, pasado, el lunes que entra. Lo sé.
Lo haré, papá.
Lo haré, pero
lo haré sin quitarme de la mente que siempre podemos esperar más.
Si no vives bajo una roca, estarás al tanto de la coyuntura nacional.
Y si tienes, al menos, una fibra sensible, te habrás —como mínimo— cuestionado lo que está pasando.
Más de 5.000 despidos, 12 entidades públicas eliminadas o fusionadas,
cientos de proyectos sociales, ambientales y culturales en veremos.
Muchas dudas. Contadas certezas.
Y no, la intención de este texto no es alabar ni criticar las medidas del gobierno.
En lo personal, estoy preocupado.
La reducción del aparato encargado del desarrollo social del Estado es un retroceso.
Pero vamos más allá. Ya pasó. ¿Y ahora?
Ahora es momento de hablar del ministerio que no se puede cerrar:
el Ministerio de la esperanza.
Ese que no sale en los titulares, pero que se mantiene abierto mientras existan personas que creen que otro país es posible.
Ese que no recorta personal, porque su personal somos todos los que, a pesar del cansancio, seguimos apostando por la salud mental, la cultura, la inclusión, la educación y la vida digna.
El Ministerio de la Esperanza no tiene oficinas.
Tiene calles, aulas, barrios, talleres, consultas, comedores comunitarios, ferias, parques, redes.
No tiene ministro, pero tiene voceras, psicólogos, profes, artistas, campesinas, madres, migrantes, estudiantes.
Tiene pueblo.
Sí, se cerraron ministerios.
Pero hay uno que no podrán clausurar: el que habita en cada persona que decide no rendirse.
Hoy más que nunca, es urgente que ese ministerio reciba presupuesto emocional.
Que se fortalezca con acción colectiva y mucha convicción.
Porque aunque mañana haya que trabajar, también hay que construir.
No desde una esperanza ingenua, sino desde la que arde y se mueve.
Seguimos,