
02/08/2025
En 1928, durante una conferencia médica en Michigan, un joven científico griego subió al escenario con una idea revolucionaria. No traía bisturís, ni fármacos milagrosos. Solo un portaobjetos de vidrio y la firme convicción de que el cáncer podía detectarse antes de que fuera tarde.
Su propuesta era sencilla y radical para su época: recoger células del tracto vaginal, examinarlas al microscopio y descubrir allí los primeros signos del cáncer de cuello uterino. Se trataba de una técnica no invasiva, accesible y basada en la observación celular.
Pero aquella primera presentación fue un fracaso.
Las imágenes eran deficientes, el texto estaba lleno de errores, y la comunidad médica… no le creyó.
El científico era George Papanicolaou, y lo que proponía era la ahora famosa prueba de Papanicolaou o “Pap”. A pesar del escepticismo, él había notado algo que otros ignoraban: que los cambios en las células precedían al cáncer invasivo por años, y que eso podía aprovecharse para salvar vidas.
Pero el mundo aún no estaba listo.
Decepcionado, Papanicolaou guardó su investigación en un cajón. Hasta que, una década después, encontró el apoyo del ginecólogo Herbert Traut y retomó su trabajo con nuevos estudios que ahora sí captaron la atención del mundo médico.
El resultado fue una revolución.
La prueba de Papanicolaou se convirtió en un procedimiento de rutina. Permitió detectar lesiones precancerosas con años de anticipación. Desde entonces, millones de mujeres en todo el mundo han salvado la vida gracias a ese pequeño frotis de células.