
24/08/2025
Está bien no poder empatizar. No siempre contamos con los recursos internos para hacerlo. La empatía no surge de manera automática, sino que depende de nuestra historia, del estado emocional en que nos encontremos y de la capacidad de autorregularnos en ese instante. Fingir comprensión cuando no la sentimos no nos acerca, nos aleja. En cambio, reconocer con honestidad que no llegamos, que nos cuesta, que todavía no podemos, abre un terreno más real y humano.
Ser conscientes de esa limitación no es un fracaso, sino el inicio de un proceso: identificar lo que aún no está cultivado es ya preparar la tierra para que pueda crecer. La paciencia, en este sentido, es clave. No se trata de forzarnos a sentir lo que no sentimos, sino de respetar el tiempo necesario para que la empatía pueda madurar. Y es precisamente esa honestidad la que, paradójicamente, nos acerca más al otro que cualquier fingimiento.
Lo preocupante es que hoy abunden las publicaciones con frases prefabricadas sobre lo que “debemos decir” cuando alguien sufre, como si existiera un manual universal de respuestas. Repetir palabras que no sentimos no nos hace más empáticas, nos vuelve incoherentes. El otro percibe esa distancia, intuye que no hay verdad detrás del discurso, y eso puede herir más que el silencio. Quizá la verdadera empatía empieza ahí: en atrevernos a no repetir lo aprendido de memoria y sostener, aunque sea incómoda, la verdad de lo que sentimos y lo que todavía no sabemos dar.