25/06/2025
✨ Todos tenemos una historia que nos marcó.
Si alguna vez volviste a abrazar a tu niña interior, compártelo. Tu historia también puede sanar a otros.
Tenía solo 7 años cuando la vida me enseñó que el hogar no siempre es un solo lugar. Mi madre vivía en España, mi padre en Fusagasugá, y por cosas del destino, mi hermano y yo estábamos en Barranquilla, bajo el cuidado de una de las hermanas de mi papá.
Los fines de semana, venía por nosotros para llevarnos a pasar tiempo con los abuelos maternos. Esos momentos eran cálidos, llenos de afecto, un respiro entre la distancia y la nostalgia.
Recuerdo con especial cariño un regalo que me hizo una tía materna: una muñeca de trapo. Yo, que nunca fui amiga de las Barbies, me sentí comprendida y feliz. Esa muñeca no era como las demás: tenía un aire fuerte, como una pequeña vikinga rubia, valiente, distinta… como yo me quería sentir.
Pero al regresar a casa de mi tía paterna, con quien vivía entre semana, decidió que lo mejor era guardarla para que no la dañara. Nunca más la volví a ver. Era como si me hubieran quitado un pedacito de mí, una conexión con lo que más anhelaba: sentirme en casa, sentirme yo.
Pasaron los años. Muchos.
A los 22, ya viviendo en España, una tía materna —que conocía bien mi historia— me sorprendió con un gesto que me conmovió hasta lo más profundo: me regaló una nueva muñeca. Esta vez tenía un vestido marinero, de estilo británico. En apariencia era distinta, pero al tomarla en mis manos sentí que algo dentro de mí se encendía.
Era como si me devolvieran a esa niña que un día tuvo que crecer demasiado pronto. Como si, por fin, pudiera abrazarla otra vez.
La llamé Elena, como Helena de Troya. Y sí, caminé con ella por los centros comerciales con orgullo, como quien vuelve a encontrarse con su esencia. No me importaron las miradas. Era mi símbolo, mi sanación.
Elena no solo es una muñeca. Es la memoria de lo perdido, la fuerza de lo recuperado y la promesa de que, aunque la vida te aparte de ti misma, siempre hay caminos de regreso.
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