
08/08/2025
Somos gordas, delgadas, altas, bajas. Tenemos 42 años, y también 18. Nuestros metabolismos son diferentes, y también la forma en la que entendemos la salud. Nuestras necesidades no son las mismas, ni nuestras historias de vida. Venimos de culturas distintas, de sistemas familiares diversos, atravesamos situaciones vitales únicas. Nuestros miedos, necesidades, inquietudes y creencias… también difieren.
Sin embargo, los criterios que miden nuestros procesos sexuales y reproductivos dentro del sistema son los mismos para todas. Los indicadores de “alto” o “bajo” riesgo, el control del embarazo, el seguimiento de los ciclos menstruales, el acompañamiento a la fertilidad, lo que se espera del climaterio… todo está basado en parámetros mecanicistas, “objetivos” y “universales”. Como si solo existiera una única forma de ser y de relacionarse con el mundo.
Estamos protocolizadas.
¿Qué ocurre cuando nuestra situación se sale de esos márgenes establecidos como normales?
¿Qué pasa si no encajamos en esa supuesta “realidad”?
¿Cuál es nuestra posición como profesionales cuando nos enfrentamos a procesos que no responden al patrón impuesto?
¿A quién responsabilizamos con nuestros comentarios, para aliviar nuestra propia incapacidad de acompañar la individualidad?
¿No será que no sabemos acompañar en la diversidad?
La heterogeneidad intrínseca de las personas —y en este caso, de las mujeres— es esencial para la supervivencia de nuestra especie. Acompañar estos procesos desde la ortodoxia y una mirada homogénea nos priva a todas las mujeres, en algún momento (o en muchos), de vivir un acompañamiento verdaderamente sanador.
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