02/10/2025
Vivimos en una cultura que ha convertido al cuerpo en un bien de consumo. No se trata solo de “gustar” o “estar en forma”, sino de un mercado simbólico en el que cada cuerpo se ofrece como un inmueble a reformar.
Pintura nueva, derribo de muros, decoración de interiores, revalorización para la venta. Las dietas extremas, los entrenamientos punitivos, la cirugía estética, los retoques digitales, funcionan como arquitectos y promotores inmobiliarios de un mercado sin escrúpulos: hay que aumentar el valor de mercado del cuerpo, que ya no se percibe como lugar de experiencia, sino como mercancía transaccionable.
En este marco, el TCA deja de ser un fenómeno individual para revelarse como un síntoma cultural. No hablamos de personas que “no se aceptan”, hablamos de un sistema que exige una constante remodelación corporal para seguir siendo digno de exposición.
Igual que en la especulación inmobiliaria, siempre hay alguien dispuesto a tasar, comparar y determinar qué cuerpos “valen más” y cuáles no. Y mientras tanto, el habitante –la persona, la subjetividad– queda desplazado, como si lo importante fuera el revestimiento y no la vida que sucede dentro.
La consecuencia es obvia: la autoalienación.
El cuerpo se vuelve objeto, ya no refugio. Y desde ahí, los trastornos de la conducta alimentaria no son un accidente, sino una respuesta radical a la presión de una cultura que exige que vivamos en un escaparate.
Tu cuerpo es tu hogar. No se alquila. No se vende. No se subasta.