15/11/2025
"ANECDOTARIO DE LA CIRUGÍA" La era de los trasplantes
Siempre he pensado que la historia de la medicina avanza a golpes de curiosidad, valentía y, a veces, pura necesidad. Cuando miro hacia atrás y recuerdo cómo empezó todo, me veo casi como un testigo privilegiado de una revolución silenciosa: la era de los trasplantes y la inmunología moderna.
Todo comenzó, al menos para mí, con aquel descubrimiento fascinante de Metchinikoff en 1884: la fagocitosis. Recuerdo la primera vez que leí sobre aquello… me pareció casi ciencia ficción, como si de repente el cuerpo tuviese pequeños guardianes que devoraban intrusos. Aquel hallazgo encendió la mecha de una disciplina que no dejaría de transformarse.
Poco después, en 1902, Richet introdujo un término que marcaría un antes y un después: anafilaxis. Yo aún puedo imaginarme la mezcla de asombro y temor que debió acompañar esa palabra nueva, tan potente y tan peligrosa. Y más adelante, cuando Jean Dausset describió un antígeno en la superficie de los leucocitos —el famoso HLA— sentí que por fin alguien había encontrado una llave para abrir la caja negra del rechazo en los trasplantes. Aquello era dinamita científica: por primera vez la compatibilidad dejaba de ser un misterio insondable.
Mientras el conocimiento inmunológico avanzaba, la cirugía vivía su propia edad de oro. Siempre he admirado a aquellos gigantes con bisturí: Carrel perfeccionando la sutura vascular, Cushing inventando prácticamente la neurocirugía, Halsted diseñando técnicas aún hoy imitadas… Era una época en la que cada cirugía rozaba la épica y la técnica se aprendía más con coraje que con manuales.
Pero si hubo un campo que me marcó de forma especial, fue el de las varices y la cirugía vascular antigua. Me sigue sorprendiendo imaginar a Hipócrates recomendando pinchar venas con agujas, o a los romanos ligándolas sin anestesia moderna. Luego llegó Fabricius ab Aquapendente con el descubrimiento de las válvulas venosas, y más tarde Trendelenburg introdujo las primeras ligaduras altas. Cada uno de ellos añadía una pieza más a un rompecabezas que tardaría siglos en completarse.
También la cirugía coronaria tiene lo suyo. Recuerdo la primera vez que leí sobre O’Shaughnessy, cosiendo omento al corazón esperando que crecieran vasos nuevos… auténtica artesanía audaz. Y, por supuesto, la historia casi temeraria de Werner Forssmann, aquel cirujano que en 1929 se cateterizó a sí mismo, guiándose por una pantalla fluorescente. A veces pienso que muchos de estos pioneros tenían más alma de exploradores que de médicos.
Pero nada, absolutamente nada, cambió tanto mi concepción de la medicina como los primeros trasplantes. En 1902, Ullmann demostró que era posible trasplantar órganos, aunque los animales murieran poco después por un mecanismo desconocido. Yo siempre he imaginado la frustración que debió sentir al ver cómo la vida se escapaba justo cuando parecía atraparla con la punta de los dedos.
A mediados del siglo XX, cuando Madewar observó el fenómeno del rechazo acelerado y descubrió el efecto inmunosupresor de la cortisona, tuve la sensación de estar asistiendo al nacimiento de una herramienta indispensable. Y así llegamos a 1954, al primer trasplante renal exitoso entre gemelos, y a Starzl con su trasplante hepático en 1963.
Aunque, si hay un episodio que siempre me conmueve, ese es el del primer trasplante de corazón en 1967. Todavía recuerdo la primera vez que leí la historia de Denise Darvall y Louis Washkansky. Aquel accidente trágico, aquel corazón joven destinado a otro destino… y un médico sudafricano, Christian Barnard, decidido a cruzar una frontera que hasta entonces parecía infranqueable.
Lo que pocos sabían —y yo mismo descubrí casi por casualidad— es que detrás de aquel logro había unas manos negras y casi anónimas: las de Hamilton Naki, un jardinero autodidacta, un genio quirúrgico oculto por el apartheid. Él fue quien extrajo el corazón de Denise, aun cuando la ley prohibía que un hombre de su raza interviniera a un paciente blanco.
Mientras Barnard se convertía en una estrella mundial, Naki quedó relegado a la sombra. A veces pienso que la historia de los trasplantes no solo es un relato científico, sino también un espejo incómodo de nuestras propias desigualdades.
Y así, casi sin darnos cuenta, pasamos de adivinar lo que ocurría dentro del cuerpo a verlo con una claridad que hace siglos habría parecido magia. Y yo, testigo de esa historia, no dejo de asombrarme.