06/09/2025
"ANECDOTARIO DE LA CIRUGÍA" Ladrones de cadáveres
En los primeros siglos de la Edad Media, los médicos apenas se atrevían a diseccionar animales. Hubo que esperar hasta el siglo XV para que en Italia comenzaran a realizar autopsias humanas con fines docentes. El problema era encontrar voluntarios: dicen que el primero en ofrecer su cuerpo fue san Francisco de Sales, pero aquello fue una rareza. Durante siglos, los estudiantes de anatomía se formaron sobre los cuerpos de condenados a muerte. La situación se complicó en Inglaterra tras la revocación del Código Sangriento en 1815: los cadáveres escaseaban tanto que la Universidad de Edimburgo apenas conseguía dos o tres al año. Entonces nació un negocio peculiar: los llamados resucitadores, ladrones de tumbas que vendían a la ciencia los cuerpos recién enterrados. El trato era sencillo: se presentaban con un cadáver bajo el brazo, los profesores miraban hacia otro lado y pagaban unas monedas. Los saqueos se hicieron tan frecuentes que las familias comenzaron a proteger a sus mu***os: rejas de hierro sobre las tumbas, vigilias nocturnas e incluso patrullas policiales en los cementerios. Aún hoy, en Edimburgo, pueden verse mausoleos victorianos con techos enrejados que recuerdan aquella extraña guerra contra los ladrones de cuerpos. Pero lo más oscuro estaba por llegar. Dos irlandeses, William Burke y William Hare, decidieron saltarse el paso del cementerio: en lugar de robar cadáveres, los fabricaban. Entre 1827 y 1828 asesinaron a dieciséis personas y vendieron sus cuerpos a la Facultad de Medicina. Solo fueron descubiertos porque un estudiante reconoció a una de las víctimas. El juicio fue sonado. Hare se las ingenió para culpar a Burke y salió libre; Burke, en cambio, fue ahorcado. La ironía quiso que su esqueleto terminara expuesto en el Museo de Anatomía, convertido en una macabra lección para generaciones futuras. El profesor que compraba los cuerpos, el doctor Robert Knox, alegó no saber nada. Aunque fue absuelto, la presión pública lo obligó a huir de Edimburgo.
Años más tarde, el escritor Robert Louis Stevenson recogió esta historia en su obra Los ladrones de cadáveres, inmortalizando a Knox como «el doctor K». Y así, entre ciencia y crimen, las primeras aulas de anatomía escribieron una de las páginas más siniestras de la medicina.