31/08/2025
¿Alguna vez te has encontrado repitiendo un patrón de comportamiento que, de manera consciente, te juraste no volver a seguir?. Tal vez te sientes atraído/a por el mismo tipo de pareja que te lastimó en el pasado, o reaccionas de forma exagerada ante un pequeño desacuerdo, o quizá tu autoestima parece depender constantemente de la validación externa.
La mayoría de nosotros arrastramos un equipaje emocional que se formó mucho antes de que tuviéramos uso de razón. Y la clave para entender por qué nuestro presente se siente tan anclado en el pasado reside en la profunda influencia de nuestras experiencias más tempranas.
En el campo de la psicología, entendemos que la infancia no es solo una etapa de juegos y aprendizaje, sino un período crucial en el que nuestro cerebro, en pleno desarrollo, construye un mapa interno de la realidad. Este mapa, que los psicólogos llamamos esquemas cognitivos o modelos mentales, es un conjunto de creencias y reglas sobre nosotros mismos, sobre los demás y sobre el mundo. Estos esquemas se crean a partir de las experiencias más significativas y repetidas, especialmente en nuestras interacciones con las figuras de apego.
¿Cómo se forman nuestros esquemas?
Imagina tu mente como un gran constructor. Durante los primeros años de vida, las experiencias son los ladrillos. Cada vez que una emoción es validada o ignorada, que una necesidad es satisfecha o frustrada, o que un logro es reconocido o criticado, tu mente añade un ladrillo al edificio de tu identidad. Si un niño recibe atención y afecto de manera consistente, su mente construye el esquema de que es digno de amor y de que el mundo es un lugar seguro. Por el contrario, si un niño crece en un entorno impredecible, crítico o emocionalmente frío, su mente puede construir el esquema de que no es lo suficientemente bueno o de que no se puede confiar en nadie.
Estos esquemas no son solo ideas abstractas. Son rutas neuronales profundamente arraigadas que actúan como un “piloto automático” en nuestra vida adulta. Filtran la información, dictan nuestras reacciones emocionales y guían nuestras decisiones sin que nos demos cuenta. Por eso, aunque conscientemente desees actuar de una forma, tu subconsciente te empuja por el camino conocido, incluso si ese camino te causa dolor. Es el funcionamiento más básico de nuestro cerebro: la búsqueda de lo familiar, lo predecible, lo que se ha aprendido como “seguro”.
Cuando el pasado se manifiesta en el presente
Las dificultades afectivas que enfrentamos hoy son a menudo un eco de esos esquemas no resueltos. El miedo al rechazo, por ejemplo, puede ser la manifestación de una herida de abandono en la infancia. Cuando el cerebro experimentó una falta de consistencia o la ausencia de una figura de apego, creó un esquema de que las personas se irán. En la adultez, este esquema se convierte en una alarma interna hipersensible que se activa ante cualquier situación que el cerebro interprete como una amenaza, ya sea una respuesta tardía a un mensaje de texto o un gesto de indiferencia de un amigo.
De manera similar, la dependencia emocional puede nacer de una autoestima frágil que se construyó sobre la base de la aprobación externa. Si un niño/a solo era valorado por sus logros (buenas notas, ser obediente), su mente interiorizó la creencia de que su valor no reside en su ser, sino en lo que hace. En la adultez, esto se traduce en una necesidad constante de buscar la validación en las relaciones, en el trabajo o en la vida social, ya que su valor propio no se ha consolidado internamente. La evitación del compromiso, por otro lado, puede ser una respuesta de protección. Si una persona ha experimentado dolor en relaciones pasadas, su esquema de apego le dice que es más seguro no arriesgarse a ser herido de nuevo.
El trauma invisible: Las ausencias que marcan
Es fundamental comprender que la influencia del pasado no se limita a eventos traumáticos “catastróficos” como un accidente o un desastre natural. Si bien estos sucesos son obviamente traumáticos, nuestra formación emocional también se ve profundamente moldeada por las ausencias y por aquello que, de manera consistente, no se nos proporcionó en momentos clave de nuestro desarrollo.
La psicología moderna ha ampliado la definición del trauma para incluir lo que se conoce como trauma relacional o sutil. Este tipo de trauma no es un evento puntual, sino la acumulación de experiencias dañinas y repetitivas dentro de las relaciones. No se trata solo de lo que “pasó”, sino de lo que “no pasó”: la falta de afecto, la ausencia de validación emocional, la negligencia, la falta de seguridad o la crítica constante.
Mientras que un trauma evidente es como una herida grande y visible, el trauma relacional es como mil pequeñas heridas que se acumulan en el tiempo, creando una sensación de vacío interno. Este trauma, al no ser visible ni fácilmente identificable, es a menudo más difícil de sanar. La persona puede sentirse incompleta o insatisfecha sin entender la causa, porque no hay un evento claro al que culpar. Estas carencias significativas en la infancia crean patrones emocionales que contribuyen de manera crucial a la formación de nuestra vida afectiva adulta.
Resignificar el pasado para vivir con libertad
Entender el impacto del pasado es el primer paso, pero el verdadero trabajo radica en cómo podemos sanar y vivir de forma más consciente. Aquí es donde entra la terapia, no como una solución mágica, sino como un proceso de transformación. El objetivo no es borrar el pasado, porque eso es imposible, sino resignificarlo. Se trata de cambiar la narrativa que tenemos sobre lo que sucedió.
La terapia ofrece un espacio seguro para revisar esas experiencias dolorosas bajo una nueva luz. Con la ayuda de un profesional especializado, podemos identificar los esquemas que nos limitan, entender su origen y, lo más importante, comenzar a desmantelarlos. A través de la terapia, podemos aprender a validar nuestras propias emociones, a construir una autoestima sólida desde dentro y a desarrollar nuevas habilidades para gestionar el miedo, la frustración y las relaciones. En esencia, la terapia nos brinda la oportunidad de “re-parentarnos” a nosotros mismos, dándonos el afecto y la seguridad que quizá nos faltaron.
El camino hacia la sanación es un acto de valentía. Implica dejar de ser víctimas de nuestra historia para convertirnos en protagonistas que pueden escribir un nuevo capítulo. Aunque el pasado siempre será parte de nosotros, no tiene por qué dictar nuestro futuro. Al sanar nuestras heridas y resignificar nuestras experiencias, recuperamos nuestra autonomía emocional y nos abrimos a la posibilidad de vivir con mayor libertad, autenticidad y plenitud en el presente.