25/02/2025
Un día es una ley que obliga a salvar escalones de 3 centímetros. Otro, la adaptación de los baños. Luego, hay que insonorizar hasta 65 decibelios aunque solo generes 7. Otro día, un cambio de definición hace que un podólogo, un nutricionista o un psicólogo no puedan compartir local con un óptico. Certificados de no contaminación, aunque no tengas ni calefacción. Tasas. Estudios y memorias de profesionales competentes que cobran buenos euros. Más tasas.
Y así, capa tras capa tras capa, un día te das cuenta de lo difícil que es abrir un negocio físico en un pueblo. Te das cuenta de que, cuando se cierra un negocio, nunca más se abre.
Si vas a gastar tres veces tus ahorros en una reforma, la haces en una ciudad donde al menos pasará mucha gente por la puerta. O, si puedes y sabes, montas una empresa en Estonia y creas una web. Si te va bien, te vas a vivir a Málaga; si te va mal, cierras y pierdes 500 €.
¿Cómo es posible que el mayor valor de un negocio en un pueblo no sean sus clientes, su local o su inventario, sino su licencia de actividad anterior a cualquiera de estas leyes? ¿En la comunidad más despoblada?
Abrir un negocio en un pueblo puede ser frustrante, pero también es apasionante.
¡Que vivan los pueblos!