15/12/2025
¿Y en tu linaje?
¿Conoces los apellidos y nombres de tus abuelas, bisabuelas y tatarabuelas?
¿Sabes si hicieron algo más que ser "la esposa del bisabuelo y madre de tu abuela?
¿Sabes algún adjetivo diferente a "sufrida, trabajadora, viuda, pobre, de armas tomar, sola, padre y madre, brava..."?
¿Tienes idea de si era inteligente, creativa, soñadora...? O sólo te contaron si escapó, si se le murieron hijos, si emigró o estuvo en una guerra...
Escribe.
Haz 2 columnas, una para tu linaje masculino y una para el femenino.
Escribe sus nombres y apellidos y algunas palabras que sepas de su historia. No inventes. Solo lo que has escuchado. Ni lo que encontraste en papeles o cartas años después.
Solo recuerda.
Y luego mira si te pareces a ellas.
Si quizás eres invisible para ti también.
Para quien tomas tus decisiones.
Para quien hablas.
Si tú, en tu propio espejo eres "Matilda"
María Tizado
Comenzó con una historia de fantasmas, solo que los fantasmas eran mujeres reales, y la casa embrujada era la propia historia. Finales de 1969, Universidad de Yale. Un viento frío se colaba entre los viejos edificios de ladrillo, de esos que hacen que los estudiantes caminen más rápido y que el profesorado hable más bajo. Pero Margaret Rossiter no era como los demás. Ella se fijaba en cosas. Cosas extrañas.
Una tarde, mientras hojeaba archivos polvorientos para un proyecto de clase, encontró una vieja fotografía de laboratorio de finales del siglo XIX. Un grupo de hombres posaba con orgullo detrás de una mesa llena de instrumentos científicos. Pero no fueron los hombres lo que le llamó la atención.
Fue la mujer que estaba a un lado.
Concentrada. Trabajando. Con un delantal y sosteniendo un equipo—claramente parte del equipo.
Pero cuando Margaret revisó el artículo publicado de ese mismo laboratorio...
No mencionaban a la mujer. Ni una sola vez.
Pasó la vista una y otra vez entre la foto y el texto.
“¿Dónde está?” susurró.
Al principio pensó que era un error.
Pero luego encontró otra foto. Y otra. Y otra.
Mujeres por todas partes en las imágenes—en ninguna parte en el registro escrito.
Las habían borrado.
Y, sin embargo, cuando Margaret les hizo a sus profesores, con toda naturalidad, la pregunta que lo empezó todo—“¿Alguna vez hubo mujeres científicas?”—la sala estalló en respuestas seguras.
“No.”
“No realmente.”
“Quizá Marie Curie, pero incluso ahí, Pierre era la verdadera mente.”
Margaret no discutió. Solo escuchó.
Pero algo dentro de ella decía: “Se equivocan.”
Así que se puso a buscar.
En el sótano de la biblioteca, abrió un grueso libro de referencia llamado American Men of Science. A pesar del título, página tras página aparecían mujeres—botánicas, astrónomas, químicas—mujeres de Wellesley, Vassar, Bryn Mawr.
“Estas mujeres existieron,” murmuró. “Tenían títulos. Tenían carreras.”
¿Por qué nadie las mencionaba?
A medida que se hundía más en archivos por todo el país, la verdad se volvió imposible de ignorar.
Las mujeres estaban en los laboratorios.
Las mujeres construían los experimentos.
Las mujeres ayudaban a dar forma a los descubrimientos.
Pero cuando se publicaban los artículos, sus nombres desaparecían.
Una mujer había diseñado un experimento entero—pero el supervisor hombre publicó los resultados él solo.
Otra pasó años recopilando datos—y aun así solo la agradecieron en los reconocimientos.
Otra descubrió algo revolucionario—solo para ver cómo un colega hombre recibía un premio por ello.
“Esto no es un error,” se dijo Margaret. “Es un patrón.”
Un patrón tan antiguo y tan extendido que se había vuelto invisible.
Necesitaba un nombre para esa desaparición—ese robo sistemático de crédito.
A principios de los años 90, lo encontró en los escritos de Matilda Joslyn Gage, una sufragista olvidada que había advertido sobre esa misma injusticia más de un siglo antes. Gage decía que, cuando las mujeres lograban algo, a menudo el mérito se le atribuía a un hombre.
En 1993, Margaret por fin le puso nombre al fenómeno.
El Efecto Matilda.
Una frase silenciosa con un poder explosivo.
En cuanto lo nombró, historiadores, científicos y estudiantes empezaron a ver el patrón en todas partes.
Mujeres que habían cambiado la ciencia por fin comenzaban a ser reconocidas:
“Las fotografías de Rosalind Franklin revelaron la estructura del ADN.”
“Lise Meitner explicó la fisión nuclear.”
“Nettie Stevens descubrió los cromosomas X e Y.”
“Cecilia Payne demostró de qué están hechas las estrellas.”
Cada vez, Margaret encontraba la misma historia escrita con tinta distinta:
Hombres elogiados.
Mujeres olvidadas.
Historia reescrita.
El trabajo de su vida se convirtió en una misión para devolverle la voz a quienes habían sido borradas. Durante más de tres décadas, escribió su monumental serie Women Scientists in America—cientos de páginas de pruebas, cartas, cuadernos de laboratorio e historias profesionales olvidadas.
Algunos colegas se burlaban de ella.
Otros decían que estaba siendo “demasiado política.”
Otros insistían: “Te estás imaginando patrones que no existen.”
Margaret nunca levantó la voz.
Levantó sus pruebas.
Cajas de ellas.
Años de ellas.
Vidas enteras.
Y, con el tiempo, el mundo escuchó.
Las universidades reescribieron sus planes de estudio.
Los científicos reevaluaron premios.
Los historiadores revisaron viejas narrativas.
Y el Efecto Matilda se convirtió en un término estándar en todo el mundo.
Margaret Rossiter cambió la forma en que entendemos la ciencia—no descubriendo un nuevo elemento ni inventando una máquina, sino revelando la verdad que había quedado enterrada bajo el silencio.
Cuando falleció el 3 de agosto de 2025, a los 81 años, un homenaje capturó su legado a la perfección:
“Porque ella miró de cerca, las mujeres ocultas volvieron a hacerse visibles.”
Les devolvió sus nombres.
Les devolvió sus historias.
Les devolvió su lugar en la historia del descubrimiento.
Y nos dejó una pregunta que todavía resuena:
“Si tantas mujeres fueron borradas del pasado, ¿quién podría seguir faltando en el presente?”