07/09/2025
D U E L O
Cuando mi padre falleció, yo tenía 21 años. Ahora tengo 36.
Me costó tiempo lidiar con una idea: que podía haber hecho más por él.
Haber podido estar en momentos que no estuve, atenderle en anécdotas que quiso contarme y a lo mejor no reparé en su importancia, o acompañarle cuando se iba.
Esa fue la espina de mi duelo. No acompañarle en el justo instante que se marchaba.
Y durante mucho tiempo pesó demasiado.
Pero, poco a poco, y a través de los años, he comprendido que ese sentimiento es inherente a la pérdida de los seres queridos para tod@s nosotr@s.
Que nadie se libra de tener una sensación similar en cada pérdida significativa.
Algunas personas la tendrán más agudizada, o con más remordimientos y, para otras, quizá, sea una leve reflexión que les dejará más en calma.
Es verdad que siempre pudimos hacer las cosas mejor, pero hay un aprendizaje fundamental, y que es igual de real, de verdadero y tangible en nuestros actos: lo hicimos lo mejor que pudimos en ese momento con lo que teníamos, sabíamos, o éramos.
Seguro que habrá muchos actos que hicimos por esa persona, muchas muestras de cariño, muchos ratos compartidos, mucho cuidado hacia ella, que se nos están pasando por alto cuando nos decimos que pudimos hacerlo mejor. Eso ocurre porque nos centramos únicamente en lo que no hicimos, a lo que no llegamos.
Y al final, hay que aferrarse a lo que sí hicimos por ell@s, no a lo que no se alcanzó, que es fruto de muchas y azarosas circunstancias.
Hay que aprender a perdonarse, a entender que somos falibles… a entender que la perfección es harina de otro costal.
Lo que hicimos es lo que se llevan las personas consigo a donde quiera que estén, y también es lo que habita en nosotr@s como una suave brisa de primavera.
Eso que aligera la carga que cada un@ podamos llevar a la espalda si pensamos en quien ya no está.
•••