13/11/2025
El Monje Cisterciense César de Heisterbach cuenta en su libro “Diálogo sobre los Milagros” la siguiente historia:
Un ladrón, ha oído hablar de un tesoro que los monjes guardan en un cuarto escondido de su monasterio. Esperando apoderarse del tesoro, entra a trabajar en el convento como hombre para todo.
Durante diez años barre el patio, recoge las basuras, realiza las tareas más humildes mientras husmea por todas partes, prestando atención a las conversaciones de los monjes, buscando dónde podría estar el cuarto del tesoro.
Al cabo de diez años ha puesto tanto celo al servicio de su codicia que el abad le propone el noviciado. Sigue de novicio diez años más, sin dejar de husmear, espiar, acechar, cada vez más obsesionado por el tesoro.
Pasan otros diez años más y hace los votos, reza sus oraciones días tras día, esperando encontrar el tesoro y largarse. De este modo se convierte en un gran santo y solo al final de su vida, en el lecho de muerte, comprende que el tesoro era eso: su vida en el monasterio, las oraciones, la concordia con los demás monjes y el servicio a los otros.
Cuando muchos nos acercamos a la práctica de zazen lo hacemos impulsados por el deseo de encontrar algo, algo que deseamos, que buscamos: paz interior, mayor concentración, paliar nuestro sufrimiento… Y nos sentamos dispuestos a conseguirlo.
Pasan los días, quizás semanas, tal vez meses, probablemente años y no encontramos lo que buscamos. Pero de pronto, en un determinado momento, descubrimos algo, que quizás no era lo que buscábamos, pero era justo lo que necesitábamos encontrar.
Decía Hakuin Ekaku (1686–1769, maestro Rinzai Zen) “No busques el Zen; si lo buscas, lo perderás. Haz lo que haces con todo tu corazón, y verás la verdad.”