22/03/2025
El tigre hambriento y el océano que somos. La paradoja de "dejar de alimentar al tigre para recuperar el control":
Una mañana, un cachorro de tigre llegó a tu puerta. Era suave, frágil, y sus maullidos despertaron tu compasión. "Solo necesita cuidado", te dijiste. Le diste un trozo de carne roja, y él ronroneó. Pero con cada bocado, crecía. No solo su cuerpo: su rugido se volvió trueno, sus zarpas grietas en el suelo, y su hambre un agujero que absorbía tu tiempo, tu tranquilidad, hasta tus sueños.
El tigre te advierte: "Sigue alimentándome o te devoraré" . Y obedeces. Le das costillares enteros, mitades de buey, hasta que tu casa es solo una cueva para su sombra. Pero un día, exhausto, comprendes: cada vez que le das comida (evitación, rumiación, miedo al miedo), le das poder . El tigre no es tu enemigo; es el guardián de tu cárcel, construida con todo lo que le has entregado.
Entonces, decides algo distinto: dejar de alimentarlo . El tigre ruge como nunca, araña las paredes, exige. Pero tú, por primera vez, no corres a buscar carne. En su lugar, caminas hacia la puerta. El tigre te sigue, gruñendo, pero ya no te escondes. Observas sus ojos y reconoces: él es el rugido, no tú . Tú eres el océano bajo las olas de su ira, el cielo que abraza las nubes de su presencia.
Sales al jardín. El tigre te observa desde el umbral, amenazante, pero tú empiezas a plantar semillas. Al principio, su rugido ahoga el sonido de la tierra al romperse. Pero sigues cavando. Con el tiempo, notas algo: el tigre no ha menguado, pero tú has crecido. Ya no vives para alimentarlo; vives para ver florecer los árboles. Su rugido sigue ahí, sí, pero ahora es solo un sonido en la inmensidad de tu bosque.
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