29/10/2025
Hoy hace un año.
Un año desde aquella tarde que cambió mi vida.
Ese día debía pasar consulta en la clínica María Mil, pero por mi hombro decidí cambiar las citas para poder ir a rehabilitación. Nunca imaginé que esa decisión haría que hoy estuviera aquí para contarlo.
Recuerdo hablar con Patri sobre las tres de la tarde haciendo los ejercicios para el hombro y decirle que si llovía mucho se viniera a casa y no volviera a su casa. Horas después era yo quien no paraba de llamarla para avisarles de que salieran de allí.
El agua subía sin control. En minutos ya la teníamos por los tobillos y subimos corriendo a casa. Intentábamos acoger a los vecinos que habían perdido la suya, mientras los coches pitaban pidiendo ayuda… hasta que los sonidos y chillidos se apagaron.
Dejé de mirar por la ventana. La impotencia era demasiado grande.
Cuando por fin bajó el agua, el silencio y el barro lo cubrían todo.
Con Kandy salí a buscar a mi padre, pero no pudimos cruzar. Las calles eran un caos, los móviles no funcionaban y las noticias eran cada vez peores. Personas sin vida, casas arrasadas, vecinos desaparecidos.
Mi casa, la de mi infancia, también la perdí. El agua se llevó los recuerdos, las fotos, todo lo que formaba parte de mí. No quedó nada. Y la sensación de soledad fue brutal.
La ayuda tardó en llegar. Días sin luz, sin comida, con miedo a los saqueos, con galletas María y legumbres frías como único alimento. Cuando llegaron los voluntarios, por fin respiramos un poco. Pero el cansancio y el miedo ya formaban parte de nosotros.
Nos adaptamos, peleamos y volvimos a empezar.
Aunque muchas cosas no se han reconstruido: ni las calles, ni algunos negocios, ni tampoco del todo el alma.
Hoy, un año después, sigo con miedo cada vez que llueve fuerte.
Porque cuando pierdes tu casa, tu refugio, algo dentro de ti también se rompe.
Y aunque las cámaras se apagaron y muchos olvidaron,
nosotros seguimos aquí, con la memoria llena de barro…
pero con el corazón lleno de vida.